La obsesión íntima de cualquier gobernante, especialmente aquellos que han alcanzado el poder gracias a una carambola o debido a circunstancias ajenas a sus méritos, es permanecer todo lo posible en la cúspide. No existe otro objetivo que sea más poderoso. A este fin se sacrifica absolutamente todo: desde la coherencia (en el mejor de los casos) a la dignidad (en el peor de los supuestos), incluyendo, por descontado, los escrúpulos morales, que en la política posmoderna suelen verse como inconvenientes heredados de una mentalidad antigua.
Si persiguiendo este afán un gobernante acierta en sus decisiones se debe, en buena medida, a que éstas son una forma más –sin duda, la más útil– de mantenerse en la cima, más que a la creencia en la ejemplaridad o a auténticas convicciones. El gran problema de la política del relato –que concibe la conquista y la conservación del poder a partir de un ejercicio de autofabulación, en vez de acogerse en la objetividad de los hechos– son los giros de guión. Los cambios de rasante. El derrumbe de las certezas que sostienen un liderazgo político.
Es lo que acaba de ocurrirle al presidente de Valencia, Carlos Manzón (PP), tras el desastre de las bíblicas inundaciones en el Levante español.
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