El pulso del nacionalismo contra la democracia española, que aunque imperfecta es la única que por ahora tenemos, ha provocado, como era previsible, un interminable carrusel de antiguos altos cargos autonómicos acudiendo a los juzgados para explicar ante un juez lo que todos hemos visto (varias veces) en directo: la comisión de (supuestos) delitos contra el ordenamiento constitucional. Han desfilado todos menos Puigdemont, huido a Bruselas en busca de la enésima internacionalización de un conflicto que no existe –ni existirá– porque no estamos ante un litigio político, sino frente al capricho de determinadas élites de apropiarse de lo que nos pertenece a todos: la cultura y los haberes de la Cataluña plural. El saldo de esta aventura está siendo magro; los costes, sobre todo para la sociedad catalana, tremendos.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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