No existe fórmula mejor para ocultar un secreto que dejarlo a la vista, confundido con el color del paisaje o disimulado entre el paisanaje de un país y un tiempo concretos. Todo el mundo podrá mirarlo de frente, pero sólo algunos elegidos serán capaces de reconocerlo. Cumplido el calendario, que a todos nos alcanza antes o después, nadie reparará ya en la presencia del misterio, fusionado para siempre con la indudable realidad. La música incluye los silencios. La narración, la elipsis. Y las autobiografías, ese género de ficción que se nos presenta bajo la estricta convención de lo cierto, juegan –en algunos casos con gran dominio artístico– con la hábil dosificación de las apariencias, los señuelos y los sobreentendidos. Uno de sus maestros es Baroja. Para deleite de la cofradía de los barojianos, y asombro de los que todavía no lo son, dejó unas prodigiosas memorias –Desde la última vuelta del camino– donde en siete libros (dispuestos a la manera de los clásicos) ensarta vivencias, impresiones, decepciones, recuerdos y anhelos que lo retratan como uno más –acaso el más perfecto– de sus grandes personajes de ficción: el fauno reumático, escéptico, misántropo y arbitrario (en sus juicios y afirmaciones) que, sin embargo, provoca una simpatía inmediata. Ejerce una fascinación que, al contrario de lo que el propio novelista enunciaba al tener que valorar el porvenir de su inmensa obra, lo mantiene no sólo vivo casi siete décadas después de su muerte, sino vigente, como si fuera un escritor contemporáneo.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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