Edgard Allan Poe (1809-1849) tuvo lo que los argentinos llamarían una muerte bizarra. Sobre el suceso, acontecido en la portuaria ciudad de Baltimore, muy lejos de su Boston natal y de Richmond, el amplio territorio sureño de su crianza adoptiva, a años luz de distancia mental de Filadelfia, la urbe norteamericana que se disputa con Nueva York los restos virtuales de su efímero decurso en la tierra, circulan un sinfín de teorías. En general contradictorias o indemostrables. Unas hablan de un suicidio fallido que derivó en una intoxicación etílica cósmica de consecuencias fatales; otras señalan la posibilidad (sugerente) de un asesinato dramático cometido por la envidia de alguno de los colegas de su gremio –el periodístico–; las tesis más decadentes sostienen que su prematuro deceso fue como un cuento de muñecas: el poeta norteamericano, circunstancialmente de paso por Baltimore en una gira para recaudar fondos con los que publicar su propio periódico —The Stylus–, habría sido emborrachado y vestido con ropas ajenas para ser usado como falso votante en unas elecciones locales y, tras cumplir la infame labor de sufragista-marioneta, fue abandonado en un callejón a su suerte. Incluso existe una teoría que lo sitúa, enfermo de rabia, en una taberna con la peor ralea de la húmeda civitas portuaria, fumando pipas colmadas de opio y heroína.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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