Azorín, el seudónimo de José Martínez Ruiz, articulista y elogiado cronista parlamentario, ha pasado a la historia (de la literatura) por varias cosas: la creación del término Generación del 98, de considerable fortuna; la invención de una particular mitología castellana, destilada gracias al conocimiento de los clásicos españoles y a la fecunda subjetividad del paseante que viaja, y el paraguas rojo con el que –cuenta Manuel Vicent– se paseaba por Madrid. Menos conocida es, en cambio, su visión de las infinitas “naciones de España”, término con el que tituló una de las piezas más logradas del volumen de ensayos España clara (Doncel, 1966).
Como buen hijo de pequeños burgueses de pueblo –Monòver, Alicante–, comenzó siendo un joven libertario, casi un anarquista. En un alarde de egocentrismo, esa enfermedad juvenil, y con la actitud propia de un individuo incapaz de terminar la carrera de Derecho, como era el deseo de su progenitor, empezó a firmar en prensa –ese oficio de maleantes– bajo el seudónimo de Cándido. Escribía airados panfletos contra la institución familiar, sin la cual no se explicaría su particular biografía de rebelde temprano, misántropo y airado hombre joven. Esa actitud inicial fue evaporándose con el tiempo, que hizo de aquel señorito de provincias –servicio doméstico, patrimonio heredado, la seguridad de contar con refugio cierto– un individuo conservador –militó en el partido de Maura– tras una fecunda carrera en el periodismo patrio que le llevó a escribir mucho y bien sobre paisajes, tipos y personas.
En sus artículos, igual que en sus libros, el tiempo se detiene, gélido como una estatua. Aun así, gozaron de un indudable éxito en todos los grandes periódicos de su tiempo, entre ellos La Vanguardia, donde ejerció la crítica literaria a principios del pasado siglo. Su obra, a pesar de recibir elogios de escritores tan severos como Clarín o ser objeto de vindicaciones críticas como la de Vargas Llosa, que dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española a sus “discretas ficciones”, no ha tenido toda la fortuna que se merecía. Su influencia, sobre todo, es escolar. Una extraña forma de gloria. Josep Pla, que de escritura sabía un rato, decía que Azorín no era un escritor castellano, sino profundamente catalán. Sustancialmente por su sintaxis: sujeto, verbo y adjetivo. Nada más. La exactitud de la simpleza. Puede que Pla tuviera razón si se contrasta su estilo –ferozmente minimalista, anacrónicamente moderno– con el barroquismo de los Siglos de Oro o las estériles reformulaciones neoclásicas.
Azorín limpió el español de retórica huera –igual que Campoamor, al que nunca se le ha hecho la justicia que merece– y, pese a su fama de franquista tácito, sorprende al expresar una visión de España muy alejada de los dogmatismos. El suyo es país sin unidad. Y también un crisol de culturas mezcladas por la historia, que es el relato que manipulan los nacionalistas para reescribir la identidad de todos. A Cataluña, infiel desde la perspectiva castiza, dedica el escritor valenciano hermosas páginas donde la describe como “la faja de oro y luz del Mediterráneo”. “Cataluña es Valencia, y es Alicante y es Mallorca”. Sin embargo, nada más lejos de su ánimo que la instauración de un pancatalanismo imperial.
El escritor valenciano sólo constaba una evidencia: la herencia común de un país cuya característica es la diversidad. Son otros, después, los que han hecho de esta certeza una interminable guerra de guerrillas. La destilación de Cataluña que hace Azorín es un paisaje con olivos, almendros, masías y montañas “majestuosas y austeras”, llenas de una “soledad honda”. Pese a lo limitado del cuadro, siempre sobresale la admiración: la visión de España como una “nación de naciones” –el término es suyo– cuya “unidad es más aparente que real”, pero que, precisamente por eso, es capaz de convivir con un espíritu basado en la diversidad. No existe mejor pegamento. “De naciones en plural” –escribe– “se ha hablado siempre en España. Y no sólo de naciones, sino de patrias. De patrias más que de naciones”. Difícilmente se puede sugerir más con menos palabras: la noción de la patria como ámbito sentimental frente a la idea de nación como una aspiración política excluyente. Y la idea de región, que es una palabra bellamente decimonónica que hoy no usa casi nadie, como justo término medio.
Gracias a un folleto de Maspons i Anglasell –La idea de pàtria segons les autoritats castellanes– Azorín constata que no existe diferencia entre el sentido de la palabra patria que usan castellanos y catalanes: expresa la misma idea de pertenencia espiritual, sin interesados atributos políticos. Es justo el sentido que tiene el término en todos los clásicos españoles: una vivencia de comunidad compartida que no anula las diferencias, sino que, tras aceptarlas, extrae de ellas el honorable patrimonio de la convivencia entre los que se saben distintos. “La variedad no va contra la unidad de la patria española”, escribe Azorín. “La complejidad cultural de España, incluyendo sus contradicciones, es lo que nos ha hecho grandes”. Si esto, tan evidente, lo entendía un conservador periférico como Azorín, que llegó a Madrid en busca de la gloria literaria tras más de veinte horas de viaje en un tren borreguero, parece increíble que no lo comprendan los soberanistas de luxe que, en lugar de mejorar la Cataluña real, llena de diversidad, quieren devolver a los ciudadanos a la hora unitaria de las tribus. Donde quien custodia la hucha común es un bandido que roba a su pueblo, inventa su propio título de realeza, dicta una ley hecha a su voluntad y tiene una idea miserable de patria.
Letra Global, el ‘spin-off’ cultural de Crónica Global
[20 de julio de 2017]
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