Peter Handke es un clásico que viaja en autobús. Casi siempre por carreteras comarcales. En busca del tesoro del silencio y también de esa extraña forma de eternidad que consiste únicamente en ser y sentir, sin más. Lo ha dicho él mismo: describir es mejor que explicar. El escritor austriaco, ganador del Nobel 2019, concedido a la par que el del pasado año, otorgado a la escritora polaca Olga Tokarczuk, es un artesano de la escritura, un tipo huraño que huye de las convenciones sociales y ha demostrado no sentirse condicionado en absoluto por las fatwas del mundo cultural, últimamente entregado a la dictadura de lo políticamente correcto. Su obstinación de caminar a contracorriente –una forma de ser libre como otra cualquiera– pudo haberle costado su carrera literaria –por las interpretaciones de un libro (Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina) en el que defendía al pueblo serbio en el conflicto de los Balcanes– pero, a sus setenta y tantos años, lo que es la vida, ha terminado haciéndole digno merecedor del Nobel, que sanciona, más que descubre, lo que hacía mucho tiempo era una evidencia. En su caso: la literatura está por encima de la política. Aunque muchos sigan sin enterarse.
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