En el Antiguo Régimen, del que culturalmente hablando muchos no han salido todavía, los venerables señores feudales dejaban en herencia al primogénito de sus vástagos el mayorazgo nobiliario con su escudo y su sacro apellido, destinando al resto de hijos –mediante esa forma de persuasión que llamamos influencia social– un futuro cómodo, aunque inferior, merced a las rentas eclesiales y militares. La institución hereditaria, que oficialmente decayó a finales del siglo XVIII, coincidiendo con la Desamortización, concentraba en la cabeza de una misma estirpe las propiedades y los haberes acumulados por todos sus antecesores, perpetuando así los atributos de su infinito dominio. Jurídicamente, el mecanismo para trasmitir los privilegios terminó con la abolición de los señoríos, pero culturalmente ha seguido vivo desde entonces. Es además uno de los símbolos sociológicos de la Marisma, donde la política indígena –antes y ahora– no se entiende sin esta intensa pulsión familiar.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.