Acostumbra a olvidarse, pero las nobles ideas de la Ilustracióncondujeron a la Europa del siglo XVIII a una dictadura cuartelera, del mismo modo que la revolución obrera de los soviets instaló en el Kremlin en 1917 a una élite totalitaria –los comunistas– cuya cultura absolutista, antagónica y al tiempo heredera del zarismo, acaba de resucitar, apenas tres décadas después de la caída del Muro de Berlín, los fantasmas de una guerra atómica sobre los campos yermos y los cielos nublados de Ucrania. La combinación entre las buenas intenciones, la vanidad y el anhelo de seguridad es fatídica. Y, a menudo, conduce al desastre. La Revolución Francesa comenzó santificando la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres, creó un nuevo calendario, fundó la idea de ciudadanía y entronizó a la Razón como su única diosa, pero tras decapitar a Luis XVI y derramar la sangre de sus propios líderes –igualados en la guillotina con sus víctimas–, terminó con la (auto)coronación de Napoleón en el altar de Notre Dame, poco antes de volver a instaurar la esclavitud en el imperio. Todos los bucles revolucionarios comienzan y terminan en el mismo sitio: el sometimiento de la voluntad general, ese arcano, al capricho personal. No deja de ser irónico: los libertadores universales, nada más conquistada la cima de la pirámide, suelen convertirse en los carceleros y los asesinos más obstinados que existen.
Las Disidencias en Letra Global.
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