Últimamente existe la costumbre, que podríamos considerar patológica, de explicar(nos) el valor de las cosas en función de su potencialidad comercial y de su rendimiento económico. El dinero, valor supremo de las sociedades humanas, reduce a cifras contables lo que somos, que es básicamente aquello que pensamos y expresamos a través de la lengua, la arquitectura invisible de nuestra existencia. Esta semana ha comenzado en Córdoba (Argentina) el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española con el desfile de próceres y autoridades, y el azar ha querido que la noticia del insigne evento panhispánico coincida con el anuncio de un acuerdo institucional para que la Real Academia (RAE) reciba de las arcas públicas un rescate del Estado –“una solución estable”, según su director, Santiago Muñoz Machado, ilustre jurista– por valor de cinco millones de euros. La subvención, que no otra cosa es esta línea de crédito, suscita las dudas de si la institución que la recibe va a ser, como sucede en tantos otros ámbitos sociales, controlada o sometida por el poder político, que es quien administra (a su capricho) la hacienda común. Los jerarcas de la Academia lo niegan. Pero la duda es lícita. Y aún más: lo extraordinario es que en un país como España, donde hay españoles que cuestionan el uso mismo del español como idioma común, la segunda lengua del mundo desde el punto de vista fáctico, esta cuestión no esté aún resuelta.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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