En España vivimos en una realidad paralela. En buena medida, por la omnipresencia de los políticos –que no son lo mismo que la política– en nuestras vidas, incluyendo la más íntima. La última señal (aciaga) es el anuncio de Sánchez I, el Insomne, de subirnos (a todos) los impuestos después de estos tres meses de muerte social y catástrofe económica provocada por su falta de pericia al manejar la crisis del coronavirus, cuyos muertos todavía son una incógnita por la que cada día llora menos gente.Hablamos de los impuestos, esa calamidad. G.K. Chesterton, prodigio del humor británico, escribió un artículo –On a New Tax– sobre ellos en el que proponía, completamente en serio, que los ciudadanos, próceres incluidos, que dijeran tonterías pagasen un impuesto, no una multa: “En estos días, cuando tantas escuelas dan lecciones para la ciudadanía, la mayoría de la gente parece ser incapaz de distinguir entre una cosa y la otra, salvo por el hecho de que una multa es normalmente más ligera”. Nos parece una idea soberbia. En nuestro caso, sin embargo, sucede lo opuesto: quienes dicen y hacen más tonterías son aquellos que cobran (a los demás) los impuestos, nunca al contrario. Los españoles estamos indefensos ante los gobernantes que, por pánico a cambiar las cosas, intentan solventar sus aprietos mediante la confiscación patriótica.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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