muchos les parecerá increíble, pero siempre hemos pensado que las caricaturas, sobre todo las que publicaban los periódicos decimonónicos, son mucho más exactas que las fotografías. Básicamente porque la realidad no es armónica y se nos presenta bajo la caprichosa forma de una constelación de deformaciones. Cada uno de nosotros tiene la suya. Es esa señal –léase el don, el defecto, la virtud o el pecado– que nos define y nos distingue de los demás. Nuestras taras pueden ser semejantes, pero ninguna de ellas se conjuga de idéntica forma. Viene todo esto al caso del asombro que nos provoca la capacidad del nacionalismo para contagiar todo lo que toca. Basta repasar la Historia de España desde finales del siglo XIX, que es cuando cristalizan los identitarismos ibéricos en su formulación burguesa, para darse cuenta de que nuestra realidad política no sería la que es si hubiéramos fabricado a tiempo una vacuna cultural contra esta pandemia. La España actual no se entiende sin estos antecedentes. Tampoco se comprende si no se tiene en consideración el síndrome de la compensación que los nacionalismos –ésta es su victoria– han inoculado en parte del imaginario del resto del país, que piensa que efectivamente hay un agravio histórico que debería solventarse cuando lo único que existe es un relato interesado basado en la industria victimismo. Ya saben: la eterna cuestión del encaje de Cataluña en España.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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