La gran farsa catalanufa cumple un año de su momento más sublime –aquella declaración de independencia interruptus— y también de su colisión frontal contra la pared, que en una democracia –aunque sea imperfecta y bastante mediocre– como la española, siempre es la ley. O debería serlo. Los independentistas, que tienen una habilidad admirable para mudar de piel sin cambiar de tema –uno de los signos de los fanáticos, según Churchill–, lo celebran con la puesta de largo de la Crida por la República, el nuevo invento de Puigdemont, Colomines y Cía para reactivar (a su favor) la distopía soberanista. Ese paraíso imaginario en el que sólo pueden confiar los ciegos, los ingenuos o los que viven (estupendamente) del negocio de la confrontación con el vecino.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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