“La nostra coscienza è assolutamente tranquilla”. Benito Mussolini, un siniestro matón de orquesta al que su padre, herrero y socialista temprano, bautizó en honor de Benito Juárez, el creador del Estado mexicano, pasó en cinco años de declarar la guerra a Gran Bretaña y a Francia desde la balconada del Palazzo di Venecia, situado en el centro histórico de Roma, a ser destrozado –siendo ya un cadáver magullado– por la misma multitud que apenas un lustro antes festejaba con algarabía sus palabras, plenamente ignorante de su propio suicidio colectivo. En la historia del fascismo, una de las variantes del nacionalismo populista, se entremezclan con asombrosa naturalidad la comedia y el perfume extraño del espanto, ingredientes ambos de un carnaval sangriento donde las marionetas que un día sonríen ante el público del teatro, tras someter su voluntad al designio arbitrario de un hombre fuerte, al acto siguiente maldicen con saña la estampa de su redentor, dada su incapacidad para culparse a sí mismas. Ya se sabe: las hordas son las mayores hipócritas que existen.
Las Disidencias en Letra Global.
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