Convendría poner en cuarentena el lugar común que acostumbra a asociar el porvenir de las patrias con el ejercicio del derecho o la educación. Estamos gobernados por abogados y maestros que, en realidad, en el fondo no son ninguna de ambas cosas, sino políticos cuya máxima aspiración es convertirse en padres de la patria. Un estudio de la UPO nos ha desvelado esta semana que el perfil medio de nuestros representantes políticos abunda en profesores de escuela, docentes y juristas más o menos versados en la carrera de leyes. Vivimos en una autonomía regida por profesionales, se dirá.
Qué más quiséramos. Ni de lejos: la partitocracia dominante convirtió hace mucho tiempo a nuestros diputados en simples eslabones de una cadena –la del poder– en la que su formación universitaria les sirve de poco, porque no la ejercen. En la política andaluza, incluida la sevillana, no hay más regla válida que el sí señor. Sí señora, ahora. El informe de la UPO aporta un dato curioso: el 39% de los parlamentarios andaluces, a los que de nuevo se quiere dar a conocer entre la población, tres décadas después de que Andalucía sea autónoma, tiene a otros miembros de sus familias dedicándose también a la cosa pública.
Es un dato que lo explica casi todo: si la endogamia y la perpetuación de los linajes es una larga herencia cultural meridional, en el caso de nuestros políticos se trata de una constante. Casi cuatro de cada diez diputados tiene a hermanos, primos, padres, cuñados, vinculados a la política, lo que explica la repetición de apellidos de la política patria. Nada extraño si tenemos en cuenta que en estos pagos la costumbre indígena es que los cargos sean heredados por los hijos. Ocurre en las empresas, en los escaños parlamentarios, entre los bedeles y hasta en Tussam, donde la sangre manda más que el sentido común.
La mayoría de los políticos andaluces son creyentes o gente con cierto compromiso cívico. Yo me temo que su mayor vínculo afectivo es el familiar: están comprometidos, antes que con cualquier otra cosa, con su sangre, no con sus ideas. Probablemente porque la única ideología que tengan es la sanguínea. No parece propio de una sociedad contemporánea, sino más bien pura herencia medieval, cuando la máxima aspiración social consistía en fundar un mayorazgo propio –con rentas y hacienda– y perpetuarlo en el tiempo, legándolo una y otra vez a los descendientes. En Andalucía seguimos todavía este modelo: no creemos en los méritos, sino en las influencias. Nadie aspira a trabajar para mejorar, sino a relacionarse para medrar.
Los parlamentarios, obviamente, no lo ven así: ellos sostienen que en la elaboración de las listas electorales los criterios que se siguen son los democráticos y los meritocráticos. Ni unos ni otros: basta mirar la composición de la lista electoral de cualquier partido, incluso el staff directivo de muchas empresas, para ver cómo se repiten los mismos apellidos con independencia de lo que, en términos bíblicos, llamaríamos las obras. Nuestras organizaciones políticas ni son meritocráticas ni democráticas, más allá de lo formal. Tampoco las empresas, donde los dueños mandan.
No es por tanto nada anómalo que el 85% de los parlamentarios andaluces diga estar dispuesto a respetar la disciplina de su partido. Se deben a sus jefes de escuadra, no a los electores. Si discrepan, no repiten en el escaño. Si dicen lo que realmente piensan, no ascienden. Si hacen lo que dicen, no lo que conviene en cada momento, no avanzan. Tenemos un esqueleto político donde las articulaciones no se mueven. Vivimos en un cuerpo muerto. Nuestra sociedad es igual que un cadáver con rigor mortis: dentro de poco seremos una única pieza, incapaz de nada.
Todo esto, por supuesto, tiene algo de drama, pues demuestra que ni el autogobierno ni la democracia han mejorado la vida pública, que en España nunca fue buena y en Sevilla siempre fue inexistente: los negocios se resolvían en los casinos y en los ruedos. El informe de la UPO también tiene algunos rasgos que bien podríamos denominar irónicos, aunque sus autores no los hayan registrado con tal fin. Dicen así: los parlamentarios andaluces afirman que acusan “falta de privacidad” debido a sus cargos, tienen problemas para “conciliar la vida familiar y la profesional” y padecen cierta ansiedad dada la “intensidad” de su trabajo.
De creer esta afirmación cualquier diría que los ciudadanos explotamos a nuestros representantes, les exigimos demasiado y, por supuesto, les pagamos poco en función de sus altas responsabilidades. En esto el informe de la UPO debería haber tenido cierta voluntad de contrastar datos. Esencialmente para no hacer el ridículo. Los parlamentarios andaluces no pueden sufrir falta de privacidad alguna porque, salvo contadísimas excepciones, y excluyendo a los periodistas y a los compañeros del partido, no los conoce nadie. Ni siquiera en sus propias provincias. Tampoco parece que la conciliación familiar sea, en su caso, un problema terrible: familia está claro que tienen y es la luz que guía sus pasos, pero su función parlamentaria no es estrictamente un trabajo. Más bien se trata de una obligación presencial. Poco más. Conciliar, concilian sin problemas porque no trabajan, sólo van al Parlamento. Algunos, ni eso.
Tampoco la intensidad de su programa de trabajo es estajonovista: basta mirar la agenda parlamentaria para ver cuál es su jornada (semanal), sus obligaciones y sus tiempos libres. Cualquier trabajador firmaría un convenio con las condiciones salariales y laborales de un parlamentario andaluz, comedor semigratuito incluido. Así que ya saben cómo son los esforzados padres de la patria andaluza: unos tipos obedientes a su partido, a cuya anterior profesión –si la tienen– no quieren volver, gente encantadísima de conocerse y que cree que sin ellos Andalucía no podría funcionar correctamente. Esforzados titanes que luchan día a día, hora a hora, segundo a segundo, para que el pueblo andaluz –esa ficción folclórica– salga de su atraso secular. Igual algún un día hasta lo consiguen. Coronaremos entonces sus testas de laureles. Mientras tanto, bendito sea el escepticismo.
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