Sevilla tiene una extraña fascinación, casi diríamos que una obsesión, con las barreras. No sólo en términos mentales, sino estrictamente físicos. En esta ciudad hay vallas por todas partes: olvidadas, abandonadas, de distintos colores y tamaños; reutilizadas a capricho según las necesidades de los operarios de carga y descarga, los camareros y los albañiles, que son los que mandan en esta ciudad donde la Policía Local, salvo excepciones, no sale del coche. Te encuentras vallas al caminar por calles secundarias, en las obras a medio hacer, en las esquinas por las que en algún momento ha pasado -o va a pasar- una cofradía y una cruz de mayo y, por supuesto, en el espacio común que ocupan ilegalmente los hosteleros sevillanos, cuya condición europea ponemos seriamente en duda.
La Noria del sábado en El Mundo.
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