La idea de que la literatura, que por definición es un arte solitario –se escribe sin compañía; se lee en silencio–, debe educar políticamente a la ciudadanía es una herencia, malversada, de la Revolución Francesa, que defendía que la creación debía tener una finalidad ética, que no es exactamente lo mismo que un uso político. Hasta entonces, escribir un poema o una novela consistía básicamente en expresar artísticamente una determinada filosofía moral. La Ilustración institucionaliza esta visión utilitaria de la literatura como fórmula para educar intelectualmente a una sociedad que arrastraba los vicios del Antiguo Régimen.Es cosa sabida: los sueños de la razón, a veces, provocan monstruos. Y de esta concepción liberal del arte literario como medio de instrucción se pasó –con el tiempo– a la politización doctrinal de la creación, convertida desde finales del pasado siglo, dentro del paradigma de los estudios culturales, en una cuestión de sexo, clase o raza en lugar de lo es: una retórica artística. En el XIX la literatura fue manipulada para promover sentimientos patrióticos. En el XX fue un instrumento de adoctrinamiento de los totalitarismos de uno y otro signo. En nuestros tiempos, superada la posmodernidad e inmersos en la civilización digital, hay quien cree que la literatura carece de sentido y otros que, volviendo al pasado, reformulan la vieja máxima de que los únicos poetas memorables son aquellos que hacen patria.
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