El poeta Ezra Pound dejó dicho que toda afirmación general es como un cheque en blanco emitido contra un banco: su valor efectivo dependerá del dinero que exista en la caja. Si el cheque lo firma Botín todos daremos por supuesto que se trata de un compromiso fiable. En cambio, si la rúbrica es de uno mismo el cheque será de entrada sospechoso e incluso puede que falso, pues su enunciación –tengo suficiente dinero para darte parte– se tornará inverosímil en cuanto el saldo bancario se esfume. De donde podemos concluir que emitir un cheque sin fondos acaso sea un delito, pero también es una estafa literaria porque quiebra el pacto ficcional: ese sobreentendido que es la convención tácita que se establece entre quien firma un cheque (el escritor) y quien lo cobra (el lector).
Si aplicamos esta teoría sobre la credibilidad a la política andaluza, revuelta en su tiempo por el asunto de las primarias que no son primarias, sino terciarias, porque se llegaron a presentar hasta tres candidatos diferentes para liderar al estancado socialismo patrio, debemos convenir que nos encontramos ante un problema análogo. Todos ellos nos dijeron como argumento principal que se presentaban para suceder a Griñán porque tenían “un compromiso con Andalucía y con su gente” –éramos nosotros, por lo visto–, pero lo que nos vendieron, que era una credibilidad cogida con alfileres, en su caso se trataba de una mercancía inexistente o muy defectuosa. El acuerdo primigenio se evaporó. Consistía en que los gobernantes detentaban el poder para contribuir al interés general mientras nosotros, los electores y súbditos fiscales, les respaldábamos en las urnas y les entregábamos nuestro dinero confiando en sus promesas. La realidad, sin embargo, es bien distinta.
Nada de esto es ya verdad: pagamos igual o más pero recibimos cada vez menos. Se está viendo con esta crisis a la que ahora camuflan temporalmente tras la batalla por el poder que guía a nuestras organizaciones políticas, que han conseguido el milagro de que todo aquello que parecía dramático –el paro, el cierre de empresas, la falta de liquidez, la destrucción de la sanidad y la educación, los desahucios– pase a un segundo plano para que lo que prevalezca sea la ambición prematura de unos candidatos que aspiran a llegar a la cumbre para salvarnos de las plagas bíblicas que azotan a Andalucía. Se salvarán ellos primero, por supuesto, porque no creo que reparen en que entre estas epidemias seculares que nos castigan está justamente una clase política a la que le importa más su carrera personal que la verdadera situación de la gente. Una de dos: o estamos enfermos o somos sencillamente imbéciles por aceptar esta situación que es como una estafa de confianza permanente. Perpetua.
La Andalucía oficial se construye con nuestra gran patología social: esa ceguera enfermiza que consiste en no querer ver la realidad y distraer el hambre con los habituales entretenimientos españoles, que son idénticos a los de los antiguos casinos de pueblo: toros (antes) o fútbol (ahora) más política. Disciplinas entre las que cada día existen menos diferencias, porque la política, que consiste en ajusticiar a los enemigos en vez en convencerles con argumentos, lo inunda todo y suplanta a la vida. Por supuesto, queridos lectores, pueden ustedes comulgar o no con el fondo de este relato. Son libres de creer, si gustan, en la renovación generacional y en las demás pastorales de este tiempo tan devastador.
Yo no les acompañaré. Uno, que ya va teniendo cierta edad, escaso porvenir y no es más que un simple peatón de la historia, cree firmemente en la teoría de las evidencias, que es una regla que consiste en asumir las cosas como son sin exigir demasiadas explicaciones. ¿Para qué? Manuel Vázquez Montalbán nos enseñó hace tiempo en su Manifiesto subnormal que por mucha terminología que utilicemos para atenuar nuestro desengaño la obscenidad de lo real es la que al final siempre va a terminar imponiéndose. Se resume en una imagen: mientras en la calle se desangra la vida, en los palacios se dedican a urdir conspiraciones que no interesan a nadie fuera de los estrictos límites de la corte.
Gane quien gane, nuestra guerra está perdida de antemano. Así que mientras se prolonga el ceremonial es preciso evadirse al modo de los poetas parnasianos y, si todavía puede uno permitirse el lujo postrero de los difuntos con clase, en lugar de beber la absenta simbolista piensa encenderse un habano tendido en el sofá mientras el aire acondicionado termina de destrozar los últimos ahorros, releyendo este lúcido ensayo donde el escritor barcelonés nos cuenta que tras asumir el desengaño marxista llegó a la conclusión de que la realidad nunca podrá ser justa –que es con lo que soñamos todos de jóvenes– porque es amoral y jamás va a dejar de serlo. El cuento del progreso con el que los políticos, igual que los curas, nos levantan cada día para decirnos que caminamos hacia un futuro mejor, se ha ido definitivamente por el sumidero.
Ellos siguen con sus promesas y cobrando sus sueldos (en secreto), pero el auditorio ha girado el cuello hacia otro lado. La historia, decía Vázquez Montalbán, sólo es el relato del presente. No existe sino el hoy. Lo demás es elucubración o ciencia ficción. El presente sigue siendo tan negro como hace dos semanas. Seguimos atrapados por una estafa con cheques sin fondos, hipotecas a perpetuidad y políticos que nos prometen el cielo mientras respiramos una brisa infernal de terral, levante y salitre. Que gane el peor, que es lo que suele pasar en estas cosas. Pero, si no les incomoda demasiado, cuando terminen el ajusticiamiento entre tribus y cese la fiesta de la democracia, como llaman a estas competiciones, que nos dejen morirnos en paz mientras asumimos en silencio la subnormalidad que implica tener que elegir a políticos que son los que nos merecemos y no poder hacer nada.
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