La filosofía es un bálsamo ante las calamidades de la existencia. No las remedia por completo, pero sí contribuye a relativizarlas, aceptarlas y, en determinadas circunstancias, permite combatirlas con éxito. Siendo esto así extraña que en nuestros días, tan llenos de profetas y salvapatrias, los libros de pensamiento apenas si se vendan. Las estadísticas señalan que desde principios de este siglo el comercio de las obras que versan sobre filosofía ha descendido más de un 62%. Las secciones antes dedicadas al pensamiento filosófico en las librerías han ido menguando en favor de los discursos ideólogicos trendy: feminismo, pulsión política inmediata, baja espiritualidad simulada y ese género (piadoso) que se denomina autoayuda, probablemente porque leer, aunque sea una colección de consejos de saldo, hechos del acarreo del talento ajeno, siempre es mucho mejor que no hacerlo nunca. Resulta llamativo cómo la sociedad española, donde presentarse como filósofo todavía es una excentricidad, más incluso que declararse abiertamente poeta, ha ido mejorando su nivel de prosperidad material –hasta la crisis de 2008, cuando la dura realidad se interpuso frente a la ensoñación colectiva– mientras se desprendía de las herramientas intelectuales que permiten comprender de verdad lo que nos sucede, que es bastante más que aquello que nos ocurre. Precisamente por eso hay que saludar que pensadores como Josep Maria Esquirol (Sant Joan de Mediona, 1963) se dediquen –con ahínco– a la difícil tarea de llamar la atención de los demás con una filosofía de proximidad que no sólo es bella, sino que resulta útil. Fértil.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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