Juan Marsé (1933-2020) escribía novelas y relatos pero, en contra de lo que acostumbra a decirse, lo hacía como un poeta. Un poeta extraño. Alguien que no se consideraba tal, de igual manera que rechazaba, incluso de forma violenta, la ridícula condición de intelectual y todas las asociaciones y tópicos sobre el arte literario. Él no perseguía instaurar un ritmo al construir una frase y, desde luego, no parecía ser aficionado a componer versos o regodearse en lirismos, aunque en sus libros –si los leemos con detenimiento– subyace, como un sustrato milagroso, uno de los rasgos que definen a la poesía moderna: la construcción mediante palabras de un universo vivencial particular. Suele decirse, y en su momento lo escribió Vargas Llosa en el extraordinario ensayo que dedicó a la obra de Gabriel García Márquez–Historia de un deicidio (Barral Editores)– que un novelista es un asesino de ídolos sagrados. Alguien que suplanta a Dios para reemplazarlo mediante la creación de criaturas y geografías imaginarias. “Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, que es la creación de Dios”.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
Deja una respuesta