Los psicólogos denominan memoria selectiva a la facultad que tiene el cerebro –es decir, nosotros– para clasificar las emociones en dos grandes categorías: las que nos gustan y aquellas que directamente nos repugnan. Así, recordamos lo que nos hizo felices y olvidamos todo lo que en un momento dado nos hirió. A primera vista, parece un prodigio: poseemos un sistema de autodefensa frente a las contrariedades de la vida, pero también cabe considerarlo un diabólico mecanismo emocional para conseguir justo lo contrario: controlar determinadas sensaciones e impedir que la conciencia nos impulse a hacer lo que racionalmente debemos, sustituyendo lo que Kant denominaba el imperativo categórico por su antagonista: el capricho. En política funciona justamente con esta lógica: la primera condición para prescindir de la moral –un fardo cultural excesivamente pesado, a juicio de parte de nuestros gobernantes– es ignorarla. Como resulta difícil, porque la educación nos condiciona, cabe una segunda opción: manipular la conciencia para que funcione de forma reversible, difusa, y nos permita, sin apuros, decir un día una cosa, negarla más tarde y hacer lo contrario de lo que predicamos. Que esta impostura se haya convertido en el eje único de la política en España alumbra mucho sobre el grado de deterioro de una democracia que en realidad nunca ha sido tal.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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