Virgilio Piñera decía que la literatura no es sólo una cuestión de estilo, sino que tiene que ver con la respiración. El estilo, en el fondo, es eso: una forma determinada de respirar, un movimiento propio, intransferible, único. Piñera, homosexual dramático, dramaturgo aún por descubrir, olvidado genio de la literatura cubana, es uno de los personajes que Guillermo Cabrera Infante se encarga de recuperar en el compendio de biografías nostálgicas que forman Vidas para leerlas, una reunión de textos en la que el ilustre exiliado cubano, Quevedo transterrado con habano y monóculo británico, hierático modelo de sí mismo, recupera una parte de la vida que conoció en la Isla antes de que la revolución castrista se hiciera estalinista y dejara de ser cubana; esto es, antes de que el sueño de libertad se enquistase y el paraíso en la tierra se convirtiera en un reino de represión y dogmatismo.
Cabrera Infante, nominal Premio Cervantes, cultiva la línea estilística contraria a la del autor de El Quijote, la de estirpe quevediana, aquella que –según algunos– separa la literatura que se hace en español en dos grandes familias. En este caso, el escritor cubano recurre al clásico título de Plutarco –Vidas paralelas– para parafrasearlo y escribir, como siempre ocurre en sus libros, de esa Roma antigua que es La Habana, una ciudad que, más que un lugar en el mundo, es un estado del alma. Una ciudad agujereada, rota, descompuesta. Un inmenso puzzle.
Una ciudad que, incluso desde la ausencia y a distancia, hermosa y ponzoñosa en su decrepitud, continúa generando una cantidad ingente de literatura llena de vida y de poesía deslumbrante. El libro de Cabrera Infante es justo así: enriquecedor e ilustrado. En cierto sentido, prolonga una larga serie de escritos que en los últimos dos años han tenido a La Habana como protagonista única y plural. Todos estos títulos –desde los Cuentos de La Habana Vieja hasta el desconcertante libro de huidas que ha compuesto Alexis Díaz Pimienta– glosan una ciudad de senderos cerrados y sueños rotos, postrada ante un destino espantoso pero que, sin embargo, se resiste a morir.
La razón es simple: toda ciudad en la que palpite la vida, y en la que sus habitantes padezcan la incertidumbre que es la existencia, estará viva aunque sus piedras, y sus palacios, incluso los más insignes, se vengan abajo. En La Habana sucede esto: todo se derrumba, pero la ciudad, con su inmenso caudal literario, está tan viva como siempre. Cabrera Infante es el gran cronista de esta urbe plena, anterior a la revolución, incluso de La Habana que durante los primeros años del régimen castrista todavía fue escenario de aventuras únicas. Cabrera Infante refleja sus tránsitos en sus libros utilizando el recurso de reconstruirse a sí mismo a través de una nómina de rencores y amigos concretos.
El texto, en consecuencia, es una narración confesional, precisa y fragmentaria de toda una época literaria caracterizada por las miserias y las virtudes de escritores como el citado Piñero –encarcelado por su amor a los efebos–, José Lezama Lima, otro homosexual ilustre y oscuro, autor de Paradiso y de uno de los mejores libros que se han escrito sobre La Habana, llamado sencillamente con su nombre; Carpentier, con el que Cabrera Infante es bastante cruel –la primera mofa del autor de El siglo de las luces aparecía en Tres tristes tigres–, Lydia Cabrera, Montenegro, Antonio Ortega y Reinaldo Arenas, nombres que enseñaron al escritor en ciernes que en algún momento fue Cabrera Infante a entender La Habana de la que siempre ha escrito, y de la que escribirá hasta el final, el mayor escritor cubano de nuestro tiempo. Residente en Gloucester Road, Reino Unido.
Artículo publicado en el Suplemento Culturas
Diario de Sevilla
[27 Mayo 1999]
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