Los antiguos amaban el campo e idealizaban la vida campestre. No tenían más remedio: era su entorno cotidiano. Desde el Beatus ille de Horacio a las Geórgicas de Virgilio, buena parte de la literatura clásica enaltece con vehemencia la función de la aldea como paraíso, nación y destino. La lírica acostumbra a dar prestigio a los conceptos –si es buena, por supuesto– pero no siempre tiene la razón. La desvertebración territorial y la mentalidad rústica continúan siendo los dos grandes males que aquejan a la patria incluso ahora que, a la vista de la agenda pública, seguimos dándole vueltas a la noria de lo que somos, cosa que nunca termina de quedar clara.
Para unos procedemos de una suma múltiple de culturas y civilizaciones. Para otros formamos una unidad indisoluble, al contrario que un azucarillo dentro de un café (para todos). Se opte por el federalismo o se transite por la senda del autonomismo –lo del regionalismo suena ya demasiado añejo–, la bizantina discusión sobre la identidad de Andalucía, recurrente como los ciclos de la sequía, no deja de discurrir por un terreno perfectamente estéril. Castilla del Pino zanjó la cuestión hace ya algunos años en un famoso artículo de La Ilustración Regional, aquella revista que se presentaba como liberal, aunque ya sabemos que liberales somos (casi) todos hasta que nos tocan la cartera. Decía el ilustre psiquiatra: “La conciencia regional existe o no existe. No se fabrica”. No se puede decir más claro. Y, sin embargo, en las tres décadas largas de autonomía uno de los mayores fracasos del sistema institucional que nos hemos inventado es no haber entendido nunca que no puede construirse aquello que, según Castilla del Pino, no existe.
El problema parte de una cuestión de concepto. ¿Qué es Andalucía? Hay quien, como los padres del Estatuto, lo resuelven diciendo que es una “nacionalidad histórica”. Pero que lo ratifique el Parlamento no significa que sea exacto. El término busca circunscribir a un campo semántico único cosas diferentes: una latitud geográfica, una determinada cultura que más que singular es la común a nuestra evidente raíz mediterránea y un sistema de gobierno cuyo nacimiento es la Santa Transición, que es la épica menor que nos queda más cerca a falta de otra mejor. Un mito con tres cabezas distintas.
Celebramos la diversidad y la pluralidad, como proclama el texto autonómico constituyente en su preámbulo, pero tenemos miedo de los significados abiertos. Al hablar de “la conciencia del pueblo andaluz” –el adjetivo no es sustancial, la cosa valdría para cualquiera– algunos entornan los ojos, se llevan la mano al pecho, miran hacia el cielo y dan a la frase la trascendencia de una invocación sagrada. Hacen ideología, por supuesto, porque ya se sabe que la conciencia colectiva, si es que existe realmente tal cosa, ni se crea ni se destruye, tan sólo se manipula en función de las conveniencias. El pensamiento humano, que siempre es individual aunque después pueda ser compartido por todos, brota en situaciones históricas determinadas. A medida que las cosas cambian debería ser capaz de adaptarse y correr parejo con el reloj digital de la evolución, no quedar preso en un escudo con leones y columnas. El mundo se mueve y cambia. Hay quienes no terminan de aceptarlo.
La mitología germinal de Andalucía, según nos explica Isidoro Moreno, defiende la idea de que en estos pagos tuvimos una evolución histórica anómala en relación al contexto europeo. La idea viene de Ortega. No hubo ruptura expresa entre las distintas civilizaciones que nos conformaron, sino una sucesión más o menos tácita. La consecuencia práctica es que, adaptándonos a los dominadores, nunca dejamos de ser nosotros mismos, los eternos indígenas de siempre. Nunca abandonamos los ropajes de la cultura agraria que nos define. Nuestra devoción por el ambiente de casino se percibe en esa obstinación costumbrista que a algunos les resulta tan entrañable y pintoresca, que es justo la que nos impide expulsar los tópicos de nuestra estampa, ampliando el campo de batalla. La vertebración de Andalucía lleva décadas sin resolver. Se aprecia a cualquier escala: entre los ritos del Bajo Guadalquivir y las ceremonias de la Andalucía Oriental, dentro de las respectivas provincias; incluso en el interior de los propios mapas urbanos, que se configuran como reservas indias, sin esqueleto.
La segmentación social es nuestra ley. Nos movemos en pequeños círculos que cohabitan sin dejar jamás de confrontar. El modelo tiene un origen ancestral y no se presta a lecturas marxistas: el tribalismo provincial no tiene nada que ver con la clase social. Es como un antiguo dios agrario: horizontal. La Andalucía oficial es la suma de estos grupos, facciones y escuadras donde el término nosotros implica establecer fronteras a la vuelta de la esquina. Quizás no se aprecie del todo, pero sólo es porque lo disfrazamos gracias al teatro: mientras más sociables parecemos, más impermeables somos hacia el exterior. Basta ver las fotografías de cualquier capital andaluza hace apenas medio siglo para constatar que el campo había penetrado sin resistencia hasta el mismo corazón de las urbes, imponiendo por doquier una profunda ruralización anímica de la que no nos hemos recuperado. Una negra herencia que choca con uno de los rasgos del nuevo paradigma cultural contemporáneo: la apertura.
Caminamos pues entonando himnos hermosos en la dirección equivocada. Mientras no nos demos cuenta de que tenemos que marcar distancia con los antepasados, que acaso es la mejor manera de respetarlos, no superaremos nuestro atraso cultural. La melancolía es el principal obstáculo para adaptarse a los tiempos. Tendríamos que hacer alabanza de corte y menosprecio de aldea, trastocando los términos del famoso tratado de Antonio de Guevara. No hace falta leer a Bergson para comprender lo que es una sociedad abierta y entender que el aldeanismo es la patología de los pueblos que, en el fondo, desconocen su propia personalidad, aunque se revistan con enseñas. Andalucía tiene siglos de historia. Hace décadas que es mayor de edad. Debería aspirar a ser, en lo intelectual más que en lo físico, el país de ciudades del que hablaba Domínguez Ortiz. Porque la mejor manera de ser lo que se desea, paradójicamente, a veces consiste en dejar de ser lo que nos dicen que somos.
Deja una respuesta