No hay nada más poético para una sensibilidad lánguidamente romántica que los restos de una decadencia civilizada. Esa atmósfera de final de juego. La llegada a la estación término. El aire (perfumado) de la felicidad (perdida) que, gracias al ejercicio sostenido de la idealización, termina confundiendo las vivencias privadas con los tesoros patrimoniales. Es lógico: cada uno de nosotros, tenderos o reyes, sólo contamos con ese trecho escaso de experiencia que llamamos la vida. Siendo pasajera, aunque la diosa Fortuna y la madrastra Contención la prolonguen –si hay suerte, durante décadas–, resulta natural, y hasta pertinente, que los instantes netos de felicidad se amplifiquen. Es una forma de compartir sin esfuerzo, aunque no se libre –según sea el auditorio– de cierta dosis de envidia, ese hispánico pecado. De los británicos suele contarse que su mayor calamidad es el orgullo, aunque siempre habrá quien considere esto una virtud. Claro es que, si entramos en comparaciones –y en literatura si uno no compara no se entera de nada–, de la vanidad comunal, se profese hombre a hombre o en masa, eso da lo mismo, casi nadie se libra.
Las Disidencias en Letra Global.
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