En la Segunda Parte del Quijote, capítulo primero, el cura, administrador en régimen de monopolio de una creencia de la que no existen pruebas empíricas, tan sólo la mera voluntad de confiar en una suposición, muestra sus reparos ante la ficción, esa verdad que se construye con mentiras: “(…) Mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos”. El caballero andante, hidalgo crepuscular cegado por los simulacros que custodian los libros, lo desmiente con fiereza: “Ése es otro error en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula (…)”. Se trata de una maravillosa paradoja cervantina: dos seres de ficción –el cura y el héroe de la Mancha– discuten sobre la veracidad de su propia condición, apelando a sus respectivas ideas de verdad en un contexto –las páginas de la primera novela moderna– cuyo principal rasgo es su falta de correspondencia (relativa) con la realidad. Esto es: la ficción se cuestiona a sí misma a través de la invención. Algo extraordinario.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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