Michel de Montaigne (1533-1592) ha pasado a la historia con un nombre falso y gracias a una maravillosa confusión que lo sitúa como uno de los grandes escritores de su tiempo. Ambas cosas son ciertas y, al tiempo, relativas. Esto es: ambiguas. Su rúbrica, asociada a la heredad de su propio linaje, una familia de comerciantes de pescado y vino de Burdeosennoblecida, con castillo, servidumbre y una indiscutible vocación política–el escritor fue parlamentario y alcalde de su ciudad entre 1581 y 1585–, es el nombre de su predio particular. Su apellido real era Eyquem. En cuanto a su condición de hombre de letras –en apariencia indudable– habría que recordar, aunque todavía sea cosa de asombro, que el propio autor nunca se consideró tal. No fue un hacedor de libros, sino un glorioso diletante que dedicó los veinte últimos años de su vida a una única obra cuyo título se formula en plural: los Ensayos. Una confesión en primera persona escrita en la intimidad, y en silencio, que logra hablar de la humanidad a partir de una experiencia individual, creando con palabras una visión del universo –llámenle vida, si prefieren ser prosaicos– construida desde lo concreto.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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