La historia de la literatura se asemeja mucho a un sistema montañoso. Una sucesión de cordilleras que se subdividen en conjuntos de montañas, a partir de las cuales se suceden los altiplanos y se definen los valles. En las zonas fértiles crece la agricultura. En las yermas habita el páramo. La orografía de las letras contiene cimas inalcanzables –Himalayas y Aconcaguas– cuyas antítesis son las simas. Entre ambas existe una especie de clase media: elevaciones del terreno –discretas unas; superiores a la media, otras– donde encontramos, en mayor o menor medida, vida (inteligente). No en vano, por algo los clásicos situaban en el monte Parnaso –la cumbre que todavía se alza al Norte del golfo de Corinto, no muy lejos de Delfos– la residencia de los grandes poetas, en vecindad con el dios Apolo y las Musas. La geología, como la diosa Fortuna, es una dama caprichosa. Sólo así se explica que un escritor y periodista como Manuel Chaves Nogales (1897-1944), del que estos días se ha cumplido el 80 aniversario de su muerte, en Londres, en una tumba sin nombre, haya sido durante décadas un absoluto desconocido para –a partir de los años noventa– asomar como una rareza y convertirse, en los últimos veinte años, en toda una celebridad.
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