El maestro Baroja, el pavoroso hombre malo de Itzea, aquel ogro tan poco filantrópico que gastaba boina negra, acuñó una frase que todavía hoy algunos no parecen ser capaces de comprender. Viene a decir que la inteligencia no tiene domicilio territorial. Un periódico carlista –El Pensamiento Navarro– le había solicitado una colaboración para sus páginas literarias y el novelista vasco declinó la invitación con sorna:
“No puedo. Su periódico es un oxímoron. O es pensamiento o es navarro. Ambas cosas a la vez es imposible”.
Tenemos que darle la razón: vincular las ideas con la patria, que no es un destino, sino una contingencia, es la impostura más ridícula del mundo. La cultura siempre ha sido un hecho individual por mucho que determinados antropólogos nos la presenten cocinada, con reducción al vino tinto, dentro de un inevitable menú colectivo.
No es cierto que exista el pensamiento tribal: quien le da vuelta a las cosas, generalmente para nada, porque no tienen arreglo, siempre es un hombre concreto, individual. Reflexionamos igual que morimos: solos. Cuestión diferente es que estas ocurrencias sean después compartidas, discutidas, manipuladas o asumidas por los demás. Que se transformen en un tesoro común o alcancen el dudoso honor de lo institucional, que ya sabemos que no es lo mismo que lo popular, sino su perfecto contrario, no anula la evidencia: las preguntas íntimas no se las hacen los pueblos, sino las personas. No vamos pues a hablar aquí de lo que algunos llaman la cultura regional –en la que no creemos–, sino de cultura a secas, sin atributos. Entre otras cosas porque el hecho de pensar nunca ha dependido de la geografía, sino de cómo interprete la propia historia, ese horizonte que nos precede, el individuo.
Seamos sinceros: no elegimos a los padres, tampoco el lugar donde nacemos, ni siquiera el idioma que hablamos, donde Nebrija vio antes y mejor que nadie la herramienta más útil de cualquier imperio. Así que convertir en dogmas tales circunstancias, frutos del azar y de la lotería de la genética, se antoja un ejercicio tan estéril como vano. La noción meridional de la patria, casi podríamos decir que difusa, tiene que ver con los azares de la sucesión y el tiempo –elementos cronológicos– más que con un tarro de las esencias envasado al vacío que no caduca. Andalucía no es una marca con denominación de origen. Como dijo Luis Cernuda, apenas es una determinada manera de temblar. Una variante de la duda. Nada más. Tampoco menos. La incertidumbre existencial ha sido el pan nuestro de cada día durante siglos. También ahora, en estos tiempos extraños en los que el Norte nos devora, las fieras han entrado definitivamente en la Catedral y las sombras de los hombres, sospechosamente parecidas a las de aquellos que nos precedieron, deambulan por las esquinas preguntándose por qué les ha tocado vivir este instante en el que la historia da la vuelta sobre sí misma y se repite para peor.
La postmodernidad quebró hace mucho tiempo las jerarquías intelectuales, tumbó las viejas relaciones de autoridad e instauró el relativismo caprichoso del pensamiento líquido. La revolución tecnológica culmina este proceso con una atomización cósmica que nos permite reinventar nuestra identidad, diluyéndola. Ortega y Gasset proponía para abordar esta tarea tres fórmulas: “O se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno”. Hemos elegido una vía híbrida: ser precisos sin renunciar a una cierta poesía. La estadística nos va a ayudar a neutralizar las habituales mentiras del aldeanismo, pero sin la literatura no es posible aproximarnos a ese objeto irisado que llamamos mito. El gran secreto.
Cada hombre oculta en su interior a un desconocido, un fantasma al que conviene desenmascarar. Desde pequeños nos han dicho que Andalucía es una realidad indiscutible, sin matices. Tanto que, si hay todavía quien se plantea en qué consiste ser andaluz, como apuntó hace años Carlos Castilla del Pino, es debido al excedente de identidad que liga los rasgos de lo español con el Sur dibujado por el folclore, esa pintoresca destilación de la teoría sobre el espíritu de las naciones que procede del romanticismo y el positivismo. Durante tres décadas la construcción política de Andalucía ha incidido sobre este mismo paradigma decimonónico. Nos ha importado más el adjetivo que el sustantivo.
El mundo, mientras tanto, ha cambiado. Vivimos en un ciclo distinto. El pueblo ancestral, de perfiles bíblicos, ha sido sustituido por la ciudadanía digital. La colectividad ya no es la protagonista de la historia, sino que el ritmo de los días que se repiten está conducido por la contradictoria suma de un sinfín de individuos particulares. El parlamento no es una cámara, sino una estructura en red. La política no consiste en votar, sino en participar en el procomún. La verdadera autonomía ya no radica en fundar instituciones, sino en intentar propiciar la libertad de las personas. “¿Soy yo el extraño o esta tierra que llamo mía es una tierra ajena?”, se preguntaba Octavio Paz.
Estas Crónicas Indígenas intentarán poner encima de la mesa argumentos de discusión para que cada uno resuelva –a solas– esta pregunta. Aspiran a explorar ese territorio sin nombre que es la verdadera patria de los apátridas, aquella que no se define por el lugar, el linaje, las familias o las creencias heredadas, sino por un extendido y compartido sentimiento de extrañeza y perplejidad ante el mundo. Escribiendo de uno se va a intentar hablar de todos. Nos mueve cierto anarquismo spenceriano porque creemos indiscutible aquel afortunado verso de Borges: “Nadie es patria. Todos lo somos”. También comulgamos con el espíritu de Benjamin Franklin: “Donde mora la libertad, allí está mi país”. La patria, en definitiva, no es más que eso: el sitio exacto donde pisamos. La dudosa luz de un día que comienza.
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