A veces aparece uno de esos libros milagrosos que hacen pensar que quizás no todo esté perdido por completo. Que aún es posible la salvación de este arte menor que cada día que pasa parece más muerto y que los periodistas estamos enterrando después de ser, al mismo tiempo, sus víctimas y sus verdugos. Los dolientes y el muerto del ataúd. El periodismo, ya lo hemos escrito muchas veces, es una de las formas más prosaicas de literatura cotidiana que existen. Igual que cualquier otra artesanía, hasta ahora se ha transmitido entre generaciones cuya formación era una mezcla de vocación y convicción, atributos ambos en franco retroceso. La primera, dadas las cosas, pronto será una utopía. La segunda sencillamente se ha esfumado: el miedo pesa más que los principios. Es así. Es la vida.
Los viejos maestros nos legaron un periodismo con incorrecciones –e incorrecto, que es como debe ser siempre– y probablemente menos profesional, pero radicalmente limpio. Tenía, salvo excepciones, la única pretensión de contar bien las cosas. Nada más. Nada menos. La realidad, sin embargo, ahora importa poco: la ha suplantado el mantra de la comunicación, que no es sino una forma de venderse. Otros periodistas juegan a ser políticos. Son el mayor cáncer de este oficio que se inició con los cantares de gesta y las hojas volanderas. El periodismo del que hablo, que algunos consideran la prehistoria pura, un dulce rancio, una pasta consumida por el tiempo, es precisamente el que recupera García Márquez en Noticia de un secuestro. Un inmenso reportaje con forma de libro, el último refugio en papel del buen periodismo. Trata de los secuestros de periodistas ordenados por Pablo Escobar, el capo colombiano de la droga, ahora difunto y, antes, un tipo barrigudo y malhablado.
La historia que relata es terrible. Y probablemente metafórica. Escobar secuestraba a periodistas de la misma forma que algunos han confinado al periodismo para conseguir beneficios obscenos, prebendas, medrar y lograr la eximente de los pecados cometidos contra los demás. El texto de García Márquez es terso, hermoso. Escrito en apariencia de forma simple, guarda en su interior la relojería de los mejores orfebres. Está movido por un mecanismo secreto que estalla cuando uno menos se lo espera. Su lectura nos ha hecho sentir como un desactivador de explosivos: sudorosos, tensos, épicos. Te atrapa y ya no te suelta, zarandeándote por espacios diversos: las carreteras altas de Bogotá, los zulos de los cautivos, la muerte presentida y la felicidad de poder volver a respirar cuando todo a tu alrededor te encaminaba hacia el abismo. Historias cruzadas, un friso de novela realista que no es ficción, sino hechos, sucesos.
La vida siempre supera a la fábula. Por supuesto, se trata de una crónica, el género mayor –y a nuestro juicio el único– del verdadero periodismo. En el gremio solemos repetir hasta el hartazgo la famosa frase del Nobel colombiano: “El periodismo es el mejor oficio del mundo”. Es cierto. También es el peor pagado. Si todavía compensa a quienes, de una u otra forma, lo ejercemos es gracias a que nos permite conservar la identidad que nos define, configurada contra todos los elementos ambientales, que aconsejaban no llegar ni siquiera a intentarlo. El libro de García Márquez liga, en un artefacto perfecto, el periodismo con la literatura de hechos, redescubriendo el gran reportaje, formato casi día más escaso en los periódicos porque –se dice– es caro, exige tiempo y un talento espontáneo para saber interpretar el ritmo de la vida.
Quienes han hecho carrera en los periódicos como comisarios políticos, pisando las alfombras del poder, hace mucho tiempo que creen que escribir es una ocupación menor, un simple medio en lugar de un fin, una forma barata de pagar favores, ponerse medallas y hacer méritos para conquistar un sueldo, un cargo, un coche oficial. En Latinoamérica muchos escritores han combinado la literatura con la política. Sin ir más lejos, es el caso de García Márquez. Otros han sido diputados, presidentes, candidatos, caudillos. Pero casi todos ellos han sabido diferenciar entre su ideología particular y el arte de la literatura. Cuando escribían, eran escritores. Cuando hacían política, políticos. Dos actividades que nunca, jamás, deberían mezclarse.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[20 junio 1997]
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