Las brújulas nos engañan. Los puntos cardinales mudan de sitio y lugar. Depende de dónde estés exactamente y, sobre todo, del tiempo. De la relatividad. Por eso los espacios que hoy nos parecen el centro del orbe, el lugar donde se concentran las fuerzas telúricas del mundo moderno, pueden estar, o haber sido, apenas un sucio paraje lleno de rocas, agua y vegetación triste. Ante tal descubrimiento nos sucede como a Borges con la ciudad de Buenos Aires: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire”. A Nueva York le pasa algo parecido. Nos parece que siempre estuvo ahí, en el Noreste del continente americano, rotunda y eterna. Y sin embargo hubo un tiempo en el que aquella isla, donde después se han ido cruzado buena parte de las historias, grandes y pequeñas, que explican el pasado siglo XX, fue un yermo paisaje azotado por un viento tosco, duro, sin perspectivas.
De ese pasado trata el libro que el historiador Russell Shorto (Pensilvania, 1959) ha escrito sobre los inicios de la metrópoli norteamericana [Manhattan. La historia secreta de Nueva York. Duomo Ediciones]. Un texto deslumbrante que nos permite entender cómo el azar es capaz de sembrar en un terreno difícil una semilla capaz de perdurar y convertirse, con el tiempo, en un gran imperio. Para entender Nueva York existen un sinfín de guías y libros. Narraciones más o menos canónicas o simples relatos en primera persona, como el magnífico soliloquio ebrio del irlandés Brendan Behan [Marbot Ediciones], donde se cuenta un Nueva York usado y gastado. Vivido. Impresionista. Después está el imprescindible –sobre todo para los arquitectos– Delirious Nueva York de Rem Koolhaas [Gustavo Gili Editorial], acaso el tratado (oficialmente se trata de un manifiesto sobre lo moderno) que mejor explique cómo los sucesivos cambios de piel de la megápolis norteamericana han ido configurando a lo largo del tiempo la múltiple suma de lecturas –unas disparatadas, otras excepcionales– que siempre es una urbe con cierta vocación de eternidad.
Aunque en el caso de Nueva York la arquitectura de finales del XIX y todo el siglo XX comenzase en un arrabal periférico, junto a una playa (Coney Island), y lo único perdurable de su historia sea la voluntad de cambio, el principio básico sobre el que se sustenta la modernidad. Nueva York se ha hecho a sí misma a costa de redibujar constantemente su pasado. Convirtiendo su presente en su futuro. Tirándolo todo abajo y volviéndolo a alzar sobre la base de la unidad básica de la disciplina especulativa: la cuadrícula. Los rascacielos no son más que eso: una cuadrícula perfecta multiplicada sobre el aire. Aprovechamiento máximo del espacio. Rentabilidad, dólares y, en ciertos casos, obras de arte. Pero el pasado de Nueva York también existe, aunque se haya ido. No es el pretérito mítico de los padres peregrinos, ni el de los puritanos ingleses, huidos de una Inglaterra dogmática hacia las costas de New England, donde fundaron una nueva nación que llegó a dominar el mundo unos cientos de años después. No.
Quizás la odisea de los puritanos explique el Estados Unidos interior, rural, profundamente cerrado y simple. Pero la América urbana –la de la Costa Este; la Oeste es más bien hija de la conquista, el ansia de riqueza y el sentido bíblico de peregrinación que desde el origen ha acompañado la historia del pueblo Norteamericano– tiene su alfa en una isla vacía que no fue fundada por los británicos, sino conquistada por ellos tras un brevísimo periodo de autonomía que, a pesar de su naturaleza efímera, es el elemento más perdurable del mito americano: un país abierto a todas las influencia, razas, religiones y credos siempre y cuando todos éstos creyeran en el principio de la posterior fe capitalista: el comercio. Fueron sólo cuatro décadas de vida, en general convulsa, pero suficientes para contagiar al resto mundo esta semilla liberal, flor extraña, hija apócrifa de una Europa dogmática y todavía mucho más rara en aquellas colonias de ultramar, donde la religión adquirió pronto un ropaje político que aún perdura.
De este pasado lejano, pero al mismo tiempo tan vivo, es del que nos habla Russell Shorto en su libro, que es casi un milagro. Literalmente: está escrito a partir de los olvidados, rotos, casi destruidos, archivos de la antigua colonia de Nieuw Amsterdam, el hogar que los holandeses fundaron sobre una isla que al principio compartieron y después compraron a los indios. Toda la historia se desarrolla entre 1625 y 1664. Y su crónica, olvidada por todos, borrada por la fortaleza del mito construido por la posterior dominación británica, está escrita en un idioma imposible –el neerlandés del siglo XVIII– que un erudito, un loco, un ciego, Charles Gerhring, descubrió gracias a una biblioteca pública. Un tesoro que a otros les horrorizaría: 12.000 manuscritos, cartas, sentencias, escrituras de compraventa y diarios signados en una lengua marciana. Cuando Shorto lo conoció, este Sísifo llevaba 30 años en un pupitre, traduciendo lo que hasta entonces no le había interesado a casi nadie, insatisfecho con la historia oficial.
La fuente del relato secreto de cualquier metrópolis son los muertos: los primeros neoyorquinos. Su historia es como el canto del cisne: empezaron viviendo en un territorio controlado por una empresa mercantil –West Indies Limited– donde no había gobernante, sino un director general, y en el que no existía más ley que la del beneficio. La plusvalía. Fueron trabajadores que se rebelaron contra su propia compañía para convertirse en ciudadanos libres, liderados por un abogado –Adriaen van der Donck– que peleó por una liberación frustrada cuando el poblado, puerta de entrada al continente a través del río Hudson, se convirtió en objeto de deseo por parte de los holandeses y los británicos. Los ingleses ganaron la batalla y tomaron la isla, borrando el pasado de los tulipanes que como la herencia griega en Roma –los conquistadores conquistados– terminó dando sus frutos gracias a una anomalía: un Estado regido por comerciantes con un notable sentido del autogobierno y abierto a cualquiera –sin apellidos incluso– que creyera en la libertad de culto y el libre intercambio. El sueño americano era en realidad una duermevela holandesa. Empezó en el lejano siglo XVII gracias a una expedición de piratas, prostitutas, empresarios y pícaros hacia un lugar que parecía el fin del mundo.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[26 agosto 2012]
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