Ahí lo tienen: quieto, seco de carnes, enjuto. Con un leve estrabismo antiguo, perceptible a través de las negras gafas de pasta. Los viejos anteojos de siempre. Con el sombrero ladeado, como el Sam Spade de las novelas de Dashiell Hammett, una de sus pasiones, junto al whisky, favoritas. “Soy perezoso. Sólo aspiro a que me dejen en paz”, confesaba en una de esas encuestas apresuradas a las que a veces se someten los escritores para parecer condescendientes con los periodistas. Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909; Madrid, 1994), escribidor maldito y precursor –junto a Carpentier y Borges, acaso también con Rulfo– del celebérrimo boom de la literatura hispanoamericana, y por eso mismo descolgado –dada su condición de pionero– del fenómeno editorial que marcó la segunda mitad del pasado siglo en español, cumpliría un siglo si aún estuviese vivo. Cien años de incertidumbre.
La conmemoración tiene como gran hito, junto a otros actos, la publicación por parte de la editorial Galaxia Gutenberg del tercer y último tomo de sus obras completas. Una colección en la que se resumen sus aportaciones –múltiples– al universo literario y se ponen al día algunos textos ya inencontrables. Una joya mayor. Seguidor de Faulkner en mundos, mitos y vicios, autor de un decálogo magistral para los nuevos escritores –“El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo; no intenten deslumbrar al burgués. Sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo; escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar; mientan siempre”– este escritor uruguayo hizo honor a la frase de Heráclito –“Si no esperas, no te sobrevendrá lo inesperado”– y no ambicionó, al menos de forma aparente, el éxito de masas de otros compañeros de letras.
Como dejó dicho en una célebre anécdota, él tenía con la literatura una relación furtiva, distinta a la de, por ejemplo, Vargas Llosa, que se ha sumado a su conmemoración con un magnífico ensayo sobre su mundo novelesco. “Tú estás casado con la literatura”, le dijo. Y agregó: “Para mí sólo es mi amante”. De ahí que no escribiera todos los días, ni siquiera todas las semanas, y que, en su fase final, lo hiciera incluso acostado. No corregía ni pulía los textos. No hacía ninguna falta: su prosa, más que argumental, es evocativa, lírica, perfecta. Tenía oficio: fue periodista, además de bibliotecario y vendedor de trigo, y sabía que el mundo puede meterse en dos folios. Con eso basta, si están bien escritos. Ninguno de sus libros es demasiado grueso. Las sugerencias no necesitan demasiado espacio. Sólo sensibilidad y percepción vital. La experiencias, propias y ajenas, con las que armó sus narraciones, son intercambiables: él las sitúa en un territorio ficticio –Santa María– y en un tiempo indefinido. Pero le basta y sobra para hacer en cada una de sus novelas una metáfora del universo.
¿Su mensaje? El desamparo. Lo que se siente al salir a la calle un día de lluvia con las ropas mojadas. “Yo creo, con Sartre, que el hombre es una pasión inútil. La vida no tiene ningún sentido. Todo es inútil y hay que tener el valor de no usar pretextos. Pero también acepto, como Camus, que ya que incomprensiblemente estamos metidos en la vida, es necesario que nos fabriquemos morales personales y separemos en lo posible el bien y el mal. Luego, actuar en consecuencia hasta que la comedia llegue a su fin. ¿Qué hay? Nada. Pero esta palabra no es negativa. Significa y afirma la existencia de miles de cosas”. Después de tal declaración de intenciones, se comprende que no triunfase. Si es que el triunfo es lo que llamamos éxito en lugar de esa tranquilidad íntima que supone decir, y escribir, justo lo que se piensa. Léanlo. Les cambiará la vida. O casi.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[28 Junio 2009]
Deja una respuesta