Nina Simone, una pianista prodigiosa a la que su condición de mujer negra impidió triunfar en el estrecho mundo de la música académica, y que tuvo que alcanzar la tormentosa cima del éxito por sus propios medios desde la sucia periferia de los clubes y los espectáculos populares, mal pagados y sin glamour, donde los músicos tenían que pelear por hacerse oír, siempre renegó de la etiqueta de jazz para definir su música: “Jazz es un término que usan los blancos para definir la música negra. Yo hago música clásica negra”. Comprometida con la lucha en favor de los derechos civiles, Simone, reivindicaba de esta forma la fecunda tradición cultural afroamericana, situándola en igualdad con la música de origen europeo.
Su caso no es único: en España los músicos de flamenco no gozaron del reconocimiento artístico que merecían hasta que Paco de Lucía desafió el destino de sus antecesores –Niño Ricardo, Sabicas– entrando un día por la puerta del Teatro Real de Madrid. Todas músicas heterodoxas, surgidas de la promiscuidad cultural, jamás han gozado del prestigio social que merecen como expresiones artísticas mestizas, hechas a partir de los desechos, creadas por músicos sine nobilitate, surgidas (por azar) en los sótanos mismos de la historia y la vida.
Sucedió con el flamenco. Ocurrió con el blues –la primitiva fusión entre los cantos religiosos negros y la música de los jornaleros de las plantaciones del Mississippi– y ha sido, en líneas generales, la historia del jazz que, desde la marginalidad más extrema, ha terminado convirtiéndose en la hermosa banda sonora de la modernidad.
Las Disidencias en Letra Global.