Todos, incluso quienes creen lo contrario, somos hijos de algún barrio. En un tiempo en el que los nacionalismos de cualquier signo exacerban –para manipularlos en su propio provecho– los sentimientos de pertenencia a un lugar, a un tiempo o a un espacio sentimental, el hecho primordial de la identidad cultural, que antes que un atributo colectivo es un rasgo individual, continúa siendo el mismo: una colección de dígitos censales, una ubicación domiciliaria. Un punto exacto en un mapa. Unas coordenadas topográficas. Quizás, una calle con un bloque de pisos. También una casa situada delante de una avenida. El nombre de un distrito y sus rotundas connotaciones sociológicas, que unas veces nos conducen hacia la deslumbrante poesía del suburbio y, otras, nos muestran la dudosa grandeurde los tejados a dos aguas. Es mentira que la patria habite en las banderas. Antes es consecuencia de la azarosa lotería del callejero. La tradición de la literatura urbana, que en España comienza con La Celestina, donde por primera vez la vulgaridad se convierte en un rasgo literario sobresaliente, y se evidencian los vínculos secretos que siempre han existido –y siempre existirán– entre los palacios y los bajos fondos, entre las alfombras y el barro de los callejones, sobre todo en las grandes ciudades donde los extremos se tocan, se caracteriza por el realismo y, en su formulación contemporánea, por su querencia por la memoria.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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