Ha pasado desapercibido por coincidir con la huelga de la basura, pero el gobierno de Zoido (Juan Ignacio) aprobó el pasado viernes las cuentas generales del Ayuntamiento para el año 2013. Dan mucho de sí, entre otras cosas porque certifican el giro copernicano que se ha producido en esta ciudad en apenas tres años. El alcalde ha sacado adelante sus números de gobierno con la ayuda de sus veinte concejales y sin esfuerzo político alguno. Estupendo, dirán algunos. No tanto: no ha admitido ninguna de las enmiendas presentadas por los colectivos sociales y los grupos de la oposición, a la que esta semana, en un gesto de evidente diplomacia, Zoido calificó de “rémora” porque –sostiene– se dedica a criticarle. Probablemente cuando él estaba en la oposición estudiaba a Kant y no nos dimos cuenta.
Tal frase y, sobre todo, su negativa a admitir modificación alguna en las cuentas municipales son síntomas de su extraordinaria capacidad de diálogo, tan importante en estos tiempos tan difíciles. Y eso que lo tenía fácil: sólo le habían presentado siete míseras enmiendas presupuestarias. Todas, eso sí, le pedían más o menos lo mismo: algo de dinero. Y a todas ha dicho, como el viejo señor del castillo, que no procede. La justificación oficial es que el Ayuntamiento no “tiene la obligación jurídica” de atender estas peticiones. Apúntense bien la frase porque van a volver a oírla durante al menos los próximos dos años. “Es que no tenemos obligación”. Por tanto, niet. Habría que preguntarse, acto seguido, cuál es la lista de las obligaciones de la Alcaldía, además de presidir el Corpus y las inauguraciones de rigor. Porque las empresas municipales –salta a la vista– cada vez funcionan peor mientras los tributos locales, esos robos gubernamentales tutelados, no dejan de subir.
¿A quién ha dicho que no Zoido? La lista es extensa. Pero no esperen que en esta ilustre nómina figure ningún miembro de las fuerzas vivas ni nadie con apellido compuesto, algo tan sevillano. Se trata de los envidiados jubilados municipales –los mayores con muchos años de servicio en la administración local, que cobraban hasta ahora un premio económico especial–, los bomberos, que querían que se les pagasen la productividad, y una ristra de otros colectivos municipales que han escrito al gobierno preguntando por lo suyo. Muchos de estos demandantes están formados por los funcionarios o asimilados que preparan movilizaciones y protestas porque temen –y con razón– que los ajustes en los presupuestos les caigan encima. Es lo que va a pasar más pronto que tarde.
El gran tijeretazo está ya aquí. Si todavía la agenda de ajustes del PP no se ha desplegado por completo no es por una cuestión escénica –el alcalde ya lleva dos años sentado en la silla–, sino porque el marco jurídico necesario para proceder a este ajuste –la nueva normativa estatal de la administración local– todavía no ha sido aprobada por el consejo de ministros. En cuanto esta ley entre en vigor, Zoido tendrá todas las herramientas legales en la mano para desmontar el Ayuntamiento, si quiere. Es evidente que el Consistorio sevillano debería ser objeto de una profunda reforma –por motivos éticos, operativos y económicos–, aunque este proceso, siempre delicado, puede abordarse de muchas formas distintas. El camino que hasta ahora ha elegido el gobierno local del PP –recortes en los servicios, incremento de los impuestos y tasas– no parece ser el más adecuado. Ni el más popular.
A medida que pasa el tiempo, las incógnitas –relativas, en todo caso– de la nueva era de la política municipal van quedando despejadas. El alcalde va perdiendo la sonrisa y la cazadora con la que iba a los barrios. Los empleados municipales dejan de pastorear alrededor del poder para enfrentarse a quien probablemente será su verdugo definitivo y los sevillanos contemplan atónitos cómo esta ciudad, que siempre se ha creído mucho más importante de lo que dicta el sentido común, pasa de aspirar a medirse con las grandes capitales mundiales –arquitectura icónica incluida– a volver a ser un poblachón ruinoso lleno de pedigüeños.
Sevilla cada vez se parece más a la urbe que fue durante el Siglo de Oro, cuando la riqueza iba de América a Flandes pasando de forma circunstancial por el bajo Guadalquivir, donde sólo unos pocos –los elegidos, los hijos de los linajes– podían rozar el inmenso tesoro con las yemas de los dedos. El tráfico americano, al cabo, no nos dejó ni industrias, ni burguesía comercial ni plusvalías duraderas. Sólo heredamos deudas. Igual que ahora
Deja una respuesta