“La adolescencia me embaucó, la juventud me desvió y la vejez me corrigió”, escribe en sus Seniles, una maravillosa colección de cartas crepusculares, Francesco Petrarca (1304-1374), poeta toscano del siglo XIV, cuando Italia todavía era una suma de señoríos, condados y ciudades-estado. Un precursor del humanismo y sin cuya influencia –capital en términos históricos– no hubieran existido tal y como los conocemos ni el genio de Shakespeare ni los endecasílabos deslumbrantes de nuestro efímero Garcilaso de la Vega, soldado difunto. El poeta de Arezzo, un absoluto impostor que obtuvo la insigne condición de vate laureado (y, por tanto, pensionado) con un único poema épico sin terminar –dedicado a Escipión el Africano– y un libro (incompleto) de biografías de varones romanos –De viris illustribus–, gracias a su influencia entre la curia católica, es recordado (sobre todo por los especialistas) como el autor de devotísimas poesías de amor despechadodedicadas a una imaginaria Laura y recogidas en su Canzoniere, esemonumento a la seducción no correspondida.
Las Disidencias en Letra Global.
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