Francisco Rico, uno de nuestros últimos sabios impertinentes, maestro de filólogos y fumador perpetuo, aconsejaba a sus alumnos, por lo general meritorios resistentes, que antes de enfrentarse cara a cara con un clásico, esos libros que la academia ha convertido en pilares del templo del Parnaso, tuvieran la prevención y la humildad intelectual de sumergirse antes en los estudios y la literatura crítica que hubieran podido provocar. Sabia sugerencia. A un duelo un caballero acude predispuesto a morir o matar, aunque para consumar ambas cosas no tiene necesariamente que renunciar ni a las armas ni a las estrictas normas de la cortesía. Al hacer tal recomendación, sin duda, Rico defendía el valor de su oficio y el noble arte de leer, valorar y editar literatura. Pero, de igual manera, como el materialista del tiempo que es, señalaba un método para ahorrarnos muchas horas, reelecturas y esfuerzos estériles. Leer a ciegas puede ser un placer hedonista, pero para descifrar la relojería de la literatura y desentrañar sus mecanismos, muchas veces dejados por los autores a la vista, que es la mejor manera de ocultar cualquier cosa, es obligatorio aprender a mirar y saber distinguir entre lo trascendental y las meras apariencias. Y eso, salvo excepciones, no se hace solo. Es labor de toda la tribu.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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