La industria digital, según un estudio hecho por Microsoft, tiene establecido que cada uno de nosotros cuenta con ocho segundos para captar la atención ajena. Ni uno más. Parece escaso tiempo, pero, igual que en el relato de Borges –El milagro secreto–, este breve instante puede vivirse como una eternidad. El personaje del cuento –Jaromir Hladík, escritor coetáneo de Kafka–, antes de ser ajusticiado por los nazis, pide a la providencia el deseo de escribir una última obra y ésta le concede un año de vida (mental), durante el cual concibe un drama imaginario. El cuerpo de fusileros de Hitler tarda segundos en matarlo, pero esos minúsculos fragmentos de tiempo, desde el punto de vista de su conciencia, se sienten como doce meses. Todos contamos las horas sin darnos cuenta de que su fugacidad no es objetiva, sino subjetiva. La atención se ha convertido en la mercancía más preciada en este paradigma cultural donde millones de operadores digitales compiten para que los demás se fijen en ellos y, acaso algunos pocos, accedan a algún tipo de transacción mercantil. Así funciona el capitalismo digital. Lo asombroso es que, siendo todos anónimas gotas de agua en el océano de la red, la tecnología haya traído también la amplificación de vicios como el egocentrismo, la vanidad, el adanismo, la autorreferencialidad y la pandemia de la autoficción. Todo el mundo habla de sí mismo sin tasa ni freno, confundiendo lo particular con lo universal.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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