La guerra de la financiación autonómica puede hacer descarrilar lo que la ley de amnistía, recién sancionada y todavía por estrenar, ha logrado, de momento, salvar: una legislatura con un Gobierno legítimo pero sin mayoría propia y estable, incapaz de aprobar unos presupuestos e inquieto por la crisis de los partidos situados a su izquierda –el espacio Sumar, en proceso de reformulación tras los comicios europeos y los sucesivos fracasos electorales en Galicia, el País Vasco y Catalunya– y la lucha política entre los independentistas, que cada día agitan desde Barcelona el fantasma de la repetición electoral. Una hipótesis en absoluto descartable. La discusión sobre los dineros regionales no es nueva. Se trata de una constante de la política española desde la creación de las autonomías. Nunca, sin embargo, se había dado en semejante coyuntura: unas minorías (catalanas) con capacidad para dejar caer al Gobierno, enfrentadas entre sí; un sistema de reparto caducado hace más de una década y un deseable consenso que se torna imposible por dos factores. El primero: el soberanismo catalán persigue un status diferencial a través de una negociación bilateral, lo que impide un pacto multilateral. El segundo: la mayor parte del mapa autonómico que se rige por el modelo financiero común (salvo Asturias, Catalunya y Castilla-La Mancha) está gobernado por las derechas.
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