Ninguno va a decirlo abiertamente, pero todos los gobernantes del mundo sin excepción, especialmente los democráticos, anhelan en su fuero interno un poder tan omnímodo como el que durante siglos se ha ejercido –y se ejerce– en la Santa Sede, desde donde, según la ortodoxia, se dirige a la iglesia por el designio sagrado de Dios. El anacronismo secular del Vaticano, un Estado que no distingue uno de los preceptos evangélicos a partir del cual se ha asentado una de las ideas más fecundas de la modernidad cultural –“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”–, supone, al tiempo que una extraña anomalía en el ámbito occidental, un teatro exacto sobre cuál es la verdadera esencia del poder terrestre, aquel que acostumbra a apelar al más allá para justificar su hegemonía en el más acá. El Papa ocupa la cúspide de una monarquía absolutista cuyo soberano único se elige por votación entre un cuerpo electoral previamente seleccionado desde el trono. Los católicos no eligen a su pastor. Lo hacen los cardenales.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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