La oratoria, para los clásicos, es el duelo sostenido de argumentos. En las democracias antiguas se dirimía en una asamblea que deliberaba. La política, vista desde una mentalidad idealista, consiste en un litigio educado entre retóricas. Salvo en el caso de nuestra República Indígena, donde soportamos vulgarismos, lugares comunes y esa sentimentalidad de piel que, lejos de evidenciar sencillez, confirma que no vivimos una tercera Edad de Oro. Esta semana hemos visto, con asombro, dos ejemplos de cómo la realidad derrama el agua sobre la mesa.
Las Crónicas Indígenas del viernes en El Mundo.
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