El episodio tendría su punto indígena si tras la última EPA Sevilla no se estuviera desangrando por los cuatro costados. No es el caso. Al PP, ganador de las últimas elecciones autonómicas, le ha explotado un problema en el Ayuntamiento de Tomares, gobernado por el número dos de los populares en Andalucía, José Luis Sanz. Mejor dicho: el problema, que en principio se circunscribía al ámbito local, ha pasado a ser materia de política autonómica porque el regidor tomareño ha sido acusado de gastar fondos municipales en comidas, mariscos y puros por un concejal andalucista que hasta hace poco era su socio de gobierno en este municipio.
La cosa no hubiera pasado a mayores –un caso más de la guerra sucia en la que se ha convertido la política patria– si la denuncia no cuestionase uno de los argumentos con los que el PP ha construido durante años su mensaje: la honradez. Arenas, reproduciendo el guión de Aznar, enfocó sus mensajes para desbancar al PSOE de la Junta hacia las denuncias por corrupción política; tesis a la que, a continuación, vinculaba la necesidad de impulsar un cambio en Andalucía después de tres décadas seguidas de gobiernos socialistas. Estos argumentos le permitieron ganar hace un año pero no gobernar. Después, el infierno. Más suerte tuvo Zoido, que echó mano de idénticas cuestiones en Sevilla, si bien con un tono demagógico bastante más acusado. Según este relato, los socialistas, o cualquier otra fuerza política que no sea el PP, está contaminada por su afición a pagar con dinero de todos los vicios privados de sus dirigentes, un pecado nefando en el que nunca parecen incurrir los candidatos populares.
Habría que preguntarse si este planteamiento es cierto. La denuncia política contra Sanz parece desmentirlo, igual que otros episodios nada edificantes, como la contratación por parte de un gabinete de abogados con importantes contratas municipales del hijo del regidor hispalense, un caso denunciado en su momento por el diario El Mundo. Nada tiene de sorprendente la evidencia: cada partido político activa la máquina de basura contra el contrario sin reparar ni en el honor de las personas ni en el coste en términos personales que tienen determinadas afirmaciones. En política todo vale. Siempre que no le toque a ellos, claro. Entonces es un drama.
En esta cuestión, que no es otra que la ejemplaridad, los dos grandes partidos reproducen idéntico guión. Sólo es honrado el que pertenece a su cuadrilla. El único que es un ladrón es el adversario. La mayoría de la gente, como demuestra el último sondeo del CIS, es bastante más inteligente: no cree ninguna de estas versiones y piensa que todos son ladrones, lo cual da pie de forma recurrente a que muchos analistas (partidarios, a sueldo de los partidos) clamen como plañideras contra el desprestigio de la democracia, como si quien la manchara no fueran sus protagonistas.
En el caso del PP de Sevilla, dominante en el aparato regional, se dan sin embargo algunos factores diferenciales: el partido conservador, como la iglesia, se ha arrogado el monopolio de la moral política y, en vez de con pruebas, en demasiadas ocasiones condena a los demás mediante recursos propagandísticos en verdaderos aquelarres. Parece incapaz de comprender que la moral ciudadana es fruto del consenso social, no de un decreto. El PP de Sevilla se defiende de las acusaciones aplicando el método habitual: situando al denunciante en el mismo campo embarrado del denunciado. Eloy Carmona, su secretario general, salió hace unos días a responder a las acusaciones con un foto del concejal del PA comiendo marisco, justificando con normalidad el hecho de que las 14.000 facturas del ayuntamiento pasen por sus manos y explicando que las comidas de Sanz no son dispendios, sino “actos de atención” en favor de la marca Tomares. Lo mejor es lo de la marca, como si el pueblo fuera un fondo de inversión.
Da la impresión de que Carmona (Eloy) no debía estar del todo seguro de la credibilidad de sus palabras porque, después de contar los chupitos que los socialistas facturaban a las arcas municipales (ellos prefieren las copas balón), presumió de reducir esta partida (las cuentas son suyas) y anunció que pedirá al Tribunal de Cuentas que audite las facturas. Desde aquí deseamos que lo haga antes de que todo prescriba, que fue lo que sucedió durante la etapa de Monteseirín (PSOE) como presidente de la Diputación. Carmona insistió en que su partido formularía esta petición “mediante un decreto de la Alcaldía y un Pleno”. Los excesos en la puesta en escena, nos enseñaron los clásicos, casi siempre son signos de debilidad.
Más divertida fue la respuesta del presidente del PP y alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, que dijo que los gastos de Sanz son “justificables y entendibles” porque responden a un “régimen de protocolo”. “Por si hubiera alguna duda, el alcalde lo va a justificar todo a la opinión pública”. La contestación tiene un cierto tono evangélico: los ciudadanos no deben sacar su propia opinión sobre datos objetivos, sino que basta con la palabra de Sanz para que la gente, en un acto de fe, crea las explicaciones del regidor tomareño, que acostumbra a mandar a la Policía Local (algo bastante peligroso) a tratar con la oposición. Alguien parece no haber entendido el fondo del asunto: lo que está en cuestión es justo la credibilidad de Sanz. Lo que implica que lo que diga será puesto en duda.
De la contestación de Zoido, en todo caso, se infieren dos cosas.
Uno: el PP, que montó su campaña electoral en Sevilla a partir de la foto del candidato de IU comiendo marisco (sin dar demasiados datos de cómo se abonó dicha comida) está siendo víctima de su propia medicina que, ahora, considera una insidia. Los populares tienen todo el derecho a defenderse, pero idéntico decoro deberían haber aplicado en Sevilla a otros candidatos políticos. Dos: según Zoido, los gastos protocolarios de los demás son dispendios; los suyos, en cambio, un “régimen de protocolo”. El término régimen tiene algo de marcial y, obviamente, tratándose de materias gastronómicas es claramente desafortunado. Ningún político de este sainete parece estar precisamente a dieta. Al contrario.
El PP intenta relativizar la cuestión incidiendo en el importe de los gastos. La cuestión no depende de las cifras, sino de la conducta. ¿Se deben pagar los asuntos privados, incluso si son cuestión de protocolo, con dinero público? El sentido común dice que no. También aconseja no presuponer lo que pensarán los ciudadanos, sino dejar que éstos se formen solos su propia opinión. No es exactamente lo mismo. Lo primero se llama manipular. Lo segundo ser transparente. Ni en tiempos boyantes ni por supuesto en la situación económica actual, que llena las oficinas del Inem, los ciudadanos deberían pagar el protocolo de nadie. ¿Por qué tienen que hacerlo? Una cosa es elegir a los políticos como representantes. Otra muy distinta darles la cartera.
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