No es nada fácil hacer una biografía –un género que, como dijera Borges de la metafísica, es una rama más de la literatura fantástica– sobre un personaje que rara vez cuenta la verdad última de las cosas, sobre todo cuando escribe, que es a diario, y se confiesa a medias. Un tipo que se adora, se embellece, se adorna y, aspirando a cincelar un busto egregio, a inmortalizar su rostro, queriendo legar una imagen bella, termina condensando en su persona el arquetipo del escritor de época. España, en el arco de principios del siglo pasado y comienzos del tardofranquismo, como dijera Umbral, que lo copió todo de él: la calculada impertinencia, la melena niña (cuando la hubo), la dicción, los cafés, los periódicos y los tranvías. César González-Ruano, monarca de la columna, fue un modelo literario tanto para quienes lo admiran como para aquellos otros muchos que lo detestan. Consideren el fenómeno una forma de trascendencia post-mortem: la cancelación del adversario, igual que la damnatio memoriae de los romanos, no es más que una forma de homenaje inverso. Para despreciar a alguien, o prohibir su nombre, hay que tenerlo en consideración. Y eso es lo que ha hecho Javier Varela, que firma La vida deprisa (Fundación Lara), una biografía sobre el cónsul de la Edad de Oro del articulismo, antes de que en los periódicos comenzase la era de los politólogos.
Las Disidencias en La Lectura.