La vida es algo que sucede entre paréntesis. Por azar, suerte o casualidad, aunque a todos nos guste pensar que la existencia traza la línea ascendente de ese relato que llamamos destino. No es cierto, por supuesto: lo asombroso de vivir es que lo hacemos merced a una autoficción, y por tanto gracias a la ambigüedad (de no saber nada). El cuento se acaba justamente ese día en el que chocamos (de frente) con la realidad. Entonces entendemos el soberbio verso de Lorca en la Oda a Walt Whitman: “La vida no es noble, ni buena, ni sagrada”.
En la cubierta de Mira por dónde (Taurus), las memorias ejemplares que Fernando Savater (San Sebastián, 1947) publicó en 2003, aparece una foto, tomada por su padre, en la que el filósofo sale con diez años de edad, en pantalón corto y con un pelado de posguerra, leyendo ensimismado un tebeo. Junto a él hay una diligencia de juguete y, al fondo, un grabado que parece ser un mapa. Un niño solo sobre una alfombra. Una foto metafórica que condensa el motor vital de una existencia –la de Savater, pero también la de todos– marcada por la espontánea voluntad de disfrute, el amor por los placeres múltiples, no importa de donde vengan, y esa obstinación natural que consiste en alcanzar la felicidad todos los días. No bajo la habitual máscara epifánica, sino doméstica. La felicidad de la esquina. La felicidad de ser nosotros, sin imposturas.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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