Una vez dijo de sí mismo: «Fui un revolucionario sin ira, así que espero terminar como un conservador sin vileza». No está mal para alguien que descubrió la vitalidad del placer a partir del nihilismo. Todo un viaje. La vida intelectual de Fernando Savater (San Sebastián, 1947) se aproxima bastante a la vieja doctrina esencialista de los filósofos de la antigua escuela cínica, pero presenta algunas variaciones notables. Por ejemplo: jamás ha practicado la disciplina de la contención. Es una excelente costumbre. «El secreto de la felicidad es tener gustos sencillos y una mente compleja, el problema es que a menudo la mente es sencilla y los gustos son complejos». El hedonismo, carnal pero también espiritual, ha sido su particular forma de contradecirse, permitiéndose no obstante el lujo de convertirse en un clásico (en vida) sin caer en vulgaridad de tener que fingirse moderno.
Los editores de Madrid acaban de darle el premio Antonio de Sacha justo ahora, cuando ha anunciado que no volverá a escribir más libros –el último salió en 2015– porque el manantial de su sostenida voluntad literaria se agotó al quedarse viudo. Parecía imposible, pero es así. Todo tiene un principio y un final, aunque el suyo –el día que llegue– será el de un lector privilegiado. No es posible encontrar una mejor estación término. Como dejó dicho Borges, leer a los otros es un arte más aristocrático que la vulgaridad de la escritura. Desde siempre ha sido nuestro filósofo de guardia. El divulgador supremo. Un pensador de cabecera (de cama) y mesita de noche. Un sabio multitarea al que por fortuna aún te encuentras muchos días en el periódico. Alguien sancionado con el título más honroso que existe: el que depende del reconocimiento moral de los demás. Sólo los elegidos gozan de semejante regalo.
A Savater le sucede desde hace mucho tiempo, aunque curiosamente esta admiración se deba, más que a su obra literaria, que es extraordinaria, a su máscara pública, marcada por su radicalismo democrático y un compromiso cívico cuyo origen –según ha confesado en algunas entrevistas– es más sanguíneo que racional. Es el único remedio que encontró para quitarse la mala leche tras contemplar el espectáculo de servilismo, tribalismo e injusticia que gobierna nuestra vida pública.
En contra de lo que algunos piensan, nunca ha sido un hombre con aspiraciones políticas. Ni ambicionó nunca las mieles del mando. ¿Para qué? Sólo es un ciudadano cabal que sabe que la política es demasiado importante para dejarla en manos de los próceres. Esta valentía intelectual, escasa entre su gremio, le ha situado en momentos distintos, y probablemente a su pesar, como referente moral de una sociedad donde la ética no es moneda de curso habitual. Sucedió cuando se enfrentó a cuerpo descubierto al terrorismo y acontece también ahora con el desafío separatista catalán, esa revolución patricia impulsada por pobres de espíritu.
Estas aventuras, aunque relevantes, son episodios circunstanciales en su vida. En la biografía de Savater, que es una extensa bibliografía de felicidad, lecturas, viajes y vicios íntimos, como los habanos, las novelas de espías o la civilizada afición a las carreras de caballos, un lujo que sólo pueden permitirse los verdaderos caballeros, lo esencial han sido los libros. La ancha literatura: teatro, novela, poesía secreta, periodismo, ensayos. Un río infinito de letras, variedad, modulaciones argumentales, ironías y talento permanente. «La vocación de escritor es para mí lo primero, diría que lo único», escribió en Sobre Vivir (Ariel), una de sus grandes colecciones de artículos. La importancia de su obra –fragmentaria, improvisada, terrestre– sólo podremos valorarla en su justa medida una vez que pase el tiempo. Aunque una cosa es segura: le sobrevivirá a él y probablemente también a nosotros, que podremos decir con orgullo que fuimos (sin méritos) sus coetáneos. Los gigantes de la cultura acostumbran a disfrazar su tamaño porque saben que la primera condición de la sabiduría es la humildad.
Por fortuna, su jubilación no nos ha dejado sin sus artículos, donde aún se permite el lujo de la impertinencia, que es el atributo de los filósofos prosaicos. La suya viene de lejos. Empezó ya en sus lejanos años de formación, cuando pasó del madrileño Colegio del Pilar a tratar con Agustín García Calvo, el gramático ácrata, y terminó descubriéndonos –a todos– el gran secreto: Cioran, el filósofo rumano que sobrevivió cuarenta años sin un empleo gracias a la eficacia de los comedores de la Sorbona. Savater le dedicó una tesis doctoral que es uno de sus mejores libros, aunque nunca vendiera tanto como sus best-sellers sobre ética. Se sabe vasco, pero siempre se sintió un parisino de la orilla izquierda del Sena, que es una forma como otra cualquiera de estar en el mundo sin tener que soportar el peso de la patria.
Lo explica muy bien en sus memorias razonadas —Mira por dónde (Taurus)–, donde traza su propio retrato intelectual. «La identidad, si es verdadera, se defiende sola. No hay que descubrir a nadie a ser lo que es». Toda una lección de sentido común para quienes hacen de las banderas un negocio, a los que habría que recordarles, ahora más que nunca, el soberbio aforismo de Cioran: «Todo el que dice nosotros, miente». Se puede explicar más alto. No más claro. Savater ha vivido sin pedir permiso a nadie, que es la única forma de pensar con verdadera libertad. Ante él nos quitamos el sombrero y, cada mañana, antes de sentarnos a escribir, recordamos su sabio consejo: «Piense usted lo que quiera, pero piénselo».
El ‘spin off’ cultural de Crónica Global
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