La verdad de nuestro tiempo, según la convención que rige en el paradigma digital, está escrita en inglés. Para los antiguos, en cambio, fue formulada en los albores de la civilización clásica en griego y, más tarde, vertida en la deslumbrante y eterna vasija del latín. Las primitivas tribus de Arabia conocieron la revelación divina en árabe y las honorables estirpes chinas codificaron las claves secretas del universo en hermosos signos ideográficos de su propia invención. Sus dibujos nos hablan de cómo fueron quienes habitaron el mundo antes que nosotros. Para las sectas pobristas de Judea, la historia universal, la religión única y la ley suprema han sido enunciadas indudablemente en arameo y en hebreo.
Cada lengua tiene una visión distinta del cosmos, generalmente complementaria, aunque sus intérpretes y exégetas profesionales insistan –por su interés y su industria– en resaltar sus antagonismos. En el caso de la cultura hispánica –que surge en la Península Ibérica y se extiende en América, donde pervive, y a una parte muy concreta de Asia– las costumbres, las emociones y la vida se expresan en todas las variantes del español. Sin embargo, esta transmisión de ideas ha estado durante siglos condicionada por las distintas e interesadas traslaciones del libro de los libros: la Biblia. Si recorremos la historia de las traducciones del código sagrado del cristianismo obtendremos, por contraste, un reflejo de nuestra crónica cultural, incluyendo sus limitaciones y también sus hallazgos.
Las Disidencias en Letra Global.
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