No existe nada como la secular púrpura vaticana y la inigualable pompa católica para convertir un hecho natural –en este caso, una muerte– en un acontecimiento planetario. El deceso de Bergoglio, convertido en el Papa Francisco, capta desde el lunes de Pascua la atención general no sólo por sus implicaciones religiosas, al quedar vacía la cúspide jerárquica de la Iglesia de Roma, sino por su condición de símbolo cultural y político. El Vaticano, el Estado más diminuto del orbe y, paradójicamente, uno de los más influyentes desde que cimentase su autoridad sobre los cimientos del destruido imperio romano –el Pontifex Maximus no era otra cosa más que el César– no es una democracia y, sin embargo, sus modos y maneras seducen a todos los gobernantes del mundo, que en su fuero interno anhelan poseer la misma condición que el sucesor del apóstol Pedro: ser monarcas que ejercen en calidad de santos, disfrutan del atributo (ante los creyentes) de encarnación divina y gozan del don de la infalibilidad.
Los Aguafuertes en Crónica Global.