El coronavirus ha desatado una crisis cultural en cuyo núcleo está la noción que tenemos en Occidente sobre la muerte, ese suceso milenario y eterno que existe desde que el mundo es mundo y la vida aconteció por vez primera sobre la faz de la Tierra. Por eso extraña que en la necesaria gestión emocional de esta inmensa tragedia casi nadie haya hablado, inmersos en una tempestad que ya sabemos que será duradera, del concepto clásico de virtud, que es la única herramienta con la que contamos los seres humanos para enfrentarnos al final que el destino nos tiene señalado en el calendario. Zenón de Citio, al que se atribuye la fundación de la filosofía estoica, conjuraba con un curioso silogismo el miedo atávico a la desaparición: “Ningún mal es glorioso; la muerte es gloriosa, por tanto, la muerte no puede ser mala”. Es dudoso que esta afirmación, aparentemente lógica, y por tanto verosímil, vaya a ahuyentar realmente el miedo que todos sentimos ante el momento postrero de vivir el súbito adiós. El pánico es una pasión, no la consecuencia del raciocinio.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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