Los muertos –disculpen ustedes la tristeza– nunca eligen el lugar en el que van a pasar la Eternidad. Cuando dictan sus últimas voluntades todavía están vivos, incluso si padecen esa condena (miserable) que es una agonía estéril y sin remedio. Pero tras este instante postrero nadie puede preguntarles si desean cambiar de opinión y mudar el camposanto, o el horno donde se convertirán en cenizas blancas, por otro sitio. Al final, se impone la convención social: los vivos, que tenemos la última palabra, los instalamos invariablemente en cementerios inmobiliarios donde persisten las diferencias sociales –túmulo deluxe o nicho corriente– y, como si fuera una broma cruel del destino, deben convivir con sus iguales. No deja de ser grotesco: venimos al mundo solos y nos vamos de igual manera, pero entre medias, también después de que se cierre el último paréntesis de la ecuación, nos obligan a compartir nuestra presencia ausente con la de los demás. Una vieja fábula oriental, basada en la disolución del alma en el cosmos, sostiene que, en realidad, los vivos estamos muertos y son los difuntos quienes de verdad existen. Nacer incluye a su opuesto: lo que desde esta orilla de la Estigia llamamos desaparecer no sería más que una lacrimosa. Un paisaje visto desde un tren en marcha donde lo estable es el exterior en vez del interior.
Las Disidencias en Letra Global.
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