“Dad una máscara al cualquier hombre y os dirá la verdad”, escribió, en uno de esos magníficos arrebatos de sabia impertinencia, Oscar Wilde, señor de la ironía impía. La frase parece una frivolidad, pero de algún modo condensa la historia íntegra de la sociología, esa disciplina que estudia los comportamientos colectivos creyendo que, en el fondo, todos continuamos siendo un rebaño. A juzgar por la efectividad que ha tenido la orden de volver a usar mascarilla, no cabe duda. Lo somos. Apocalípticos aparte, entre los que figuramos, la mayoría ha vuelto, sin entusiasmo pero resignada, a la molesta costumbre del bozal. Se tapa así con una mentira –las mascarillas previenen pero no protegen por completo, igual que las vacunas son profilaxis en vez de antídotos– otra, que afirmaba que la ola de calamidad era historia. Sólo parece serlo para aquellos que han tenido la desgracia de enfermar o morirse mientras los políticos anunciaban su enésima impostura: “Españoles, la pandemia ha terminado”. El CCCB acaba de inaugurar una exposición dedicada a la tradición cultural de los enmascarados, una condición que –lo decimos sin ánimo de ofender– comparten los payasos, los brujos de la tribu –elijan la que más les guste–, los políticos y los más insignes bandidos, como los energúmenos y atorrantes que pueblan las novelas de Roberto Arlt.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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