Baruch Spinoza (1632-1677) es un filósofo extraño. Proscrito por su propia tribu –los judíos holandeses– y racionalista convencido en un mundo configurado por la religión, su biografía cuenta que tuvo el valor de dejar de acudir a la sinagoga, donde los intérpretes de la ortodoxia mandaban sobre mentes y haciendas ajenas –lo primero siempre conduce a lo segundo–, y se marchó a los suburbios de Ámsterdam, esa Jerusalén del Norte, para dedicarse al oficio de pulir lentes de instrumentos ópticos. Hace falta tener una paciencia infinita para sacarle brillo a un cristal. Tanto como para pensar solo, un vicio imperdonable en una sociedad que, entonces y ahora, se entrega con un raro entusiasmo a los líderes dogmáticos. “El instinto natural de cada hombre no está determinado por la razón, sino por el deseo”, escribe en su Tratado Teológico Político. Su teoría del poder es apasionante pese a que se le haya censurado no ser partidario el voto femenino, una carencia propia del siglo XVII. Hizo acto de contrición en un epitafio inventado: “Escupid sobre esta tumba, aquí yace Spinoza”.
Para el filósofo holandés, “el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en soledad, donde sólo se obedece a sí mismo”. Sin el Estado, que es una de las formas del pacto social, sólo existe la ley de la selva. Un Estado sano, según su criterio, es aquel donde existe libertad y los ciudadanos no sienten el yugo del poder, cualquiera que éste sea. Spinoza creía en la democracia, pero no se engañaba: la calidad de cualquier método de gobierno depende de la virtud de los hombres que lo administran. El pensamiento spinozista no puede tener mayor actualidad tras el 21D, cuando algunos no terminan de comprender cómo las urnas han terminado avalando –con bastantes matices– a aquellos que nunca han creído en la democracia. Borges ya dejó dicho que unas elecciones consistían en el abuso de la estadística, lo que lejos de suponer un rechazo categórico al hecho de votar debería entenderse como una advertencia irónica sobre los riesgos de confiar ciegamente el destino de los hombres a la mera supremacía numérica.
El independentismo basa su idea de nación en una paradoja: constituir una comunidad política desde unas raíces que van contra la idea moderna del Estado, ligada a la razón, no a la apetencia natural. Que los nacionalismos sean hijos del romanticismo tardío no los convierte necesariamente en ideologías modernas. Los tiempos históricos nunca son rectos. Más bien terminan siendo el resultado imperfecto de la cohabitación de ideas contradictorias. Los nacionalistas no son espíritus racionales. Defender la identidad sentimental como proyecto político implica postular la supremacía del deseo sobre el derecho y sublimar los instintos sin compensarlos debidamente con los deberes. La ética, ante las pasiones, se esfuma.
Un Estado, según Spinoza, se funda por dos razones: “la esperanza de un bien mayor y el temor de un mal mayor”. Es una manera inteligente de encauzar las pasiones tribales. Los nacionalismos, por el contrario, se nutren de su amplificación, aunque con un fin tan prosaico como elaborar inventarios de bienes raíces e instaurar órdenes tributarias. Una democracia no guiada por la razón puede ser formalmente democrática, pero nunca será justa. Sobre todo si hurta a sus ciudadanos de lo que es suyo, ya sea la lengua o la cartera. El poder de la ley, el único aceptable en una sociedad civilizada, es una barrera frente el dogmatismo comunal, cuyo predominio excesivo tiene el peligro de instaurar una forma aceptada de totalitarismo. Salta a la vista: las dictaduras también celebran elecciones.
Spinoza, que básicamente era un ateo realista, no creía que cualquier gobierno democrático sea necesariamente virtuoso ni que la política impida los conflictos. Una comunidad política donde no exista el derecho a pensar o ser distinto, o en la que ambas cuestiones se vean como un problema, no sería democrática aunque votase hasta la lista diaria de la compra. Sobre todo si no respeta el patrimonio común de la convivencia. La democracia racional de Spinoza encauza la voluntad de los hombres y los aleja de las pasiones. Por eso cuando un individuo o un grupo social se rebela contra ella para conquistar ilegítimamente el poder comete un delito aunque la insurrección se presente bajo sonrisas bondadosas. En una democracia racional cada individuo debe pensar y opinar con libertad, pero no puede obrar según su antojo. La obra de Spinoza es un canto a la inteligencia frente a quienes, bien sea en materia religiosa o política, avivan el miedo y predican la falsa esperanza de que para ser felices en un futuro inminente hay que malograr el presente. Sus divagaciones intelectuales nos descubren, muchos siglos después, que casi nada ha cambiado bajo el sol del invierno.
El ‘spin-off’ cultural de Crónica Global
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