El legado que el comunismo ha dejado en la arquitectura, una disciplina donde el único totalitarismo de izquierdas quiso proyectar toda su grandilocuencia vana, se asemeja, algo más de un cuarto de siglo después de su hundimiento, tras la caída del Muro de Berlín, a una poderosa distopía regresiva. Como sucede con las vanguardias, muestra un pasado concebido desde su origen como porvenir ideal. Está hecho con los restos de un futuro que se hizo viejo a la velocidad de la luz. Igual que el desengaño. Su fascinación por el orden, la voluntad de innovación, los trazos rotundos y su intenso culto a una técnica que, ante nuestros ojos, hace decenios que quedó desfasada, produce, además de perplejidad, una fascinación extraña. Ante sus restos no sentimos la nostalgia de armonía que provocan los templos o los teatros griegos, ni tampoco la admiración (monumental) que causa la Roma clásica. Su efecto es paradójico: por un lado, los grandes edificios del marxismo, igual que los atrios y sedes gubernativas de la arquitectura hitleriana, suscitan temblor y espanto; por otro, conservan una inexplicable seducción.
Las Disidencias en Letra Global.